La Fe Católica

¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?

Hablemos un poco de esta frase de Jesús en la cruz, que contrario a lo que parece, nos muestra a plenitud el amor del Padre por Jesús y por todos nosotros.

¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?
¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?

Mateo 27,46 (Mc 15,34)
Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: = «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», = esto es: = «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» =

Aquí es donde notamos efectivamente que «el Verbo se hizo carne», sufrió por los pecados que no cometió (nuestros pecados) y padeció el juicio más injusto de la humanidad. Pero ¿Acaso se sintió abandonado por el Padre? ¿Dudaría en aquel momento de máximo dolor? ¿Murió Jesús en la desesperación?

Por supuesto que no, todo lo contrario, el Padre siempre lo acompañó, Jesús no dudó y no murió en la desesperación. Lo que hace Jesús es rezar un Salmo, que dicho sea de paso, si alguien me hubiese comentado hace años que el mismo Jesús lo escribió, seguro le creía. El Salmo del que hablamos es el 22 (21) que a continuación pueden leer y meditar.

Salmo 22 (21)
1    = Del maestro de coro. Sobre «la cierva de la aurora». Salmo. De David. =
2    Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?          ¡lejos de mi salvación la voz de mis rugidos!
3    Dios mío, de día clamo, y no respondes,          también de noche, no hay silencio para mí.
4    ¡Mas tú eres el Santo,          que moras en las laudes de Israel!
5    En ti esperaron nuestros padres,          esperaron y tú los liberaste;
6    a ti clamaron, y salieron salvos,          en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos.
7    Y yo, gusano, que no hombre,          vergüenza del vulgo, asco del pueblo,
8    todos los que me ven de mí se mofan,          tuercen los labios, menean la cabeza:
9    «Se confió a Yahveh, ¡pues que él le libre,          que le salve, puesto que le ama!»
10    Sí, tú del vientre me sacaste,          me diste confianza a los pechos de mi madre;
11    a ti fui entregado cuando salí del seno,          desde el vientre de mi madre eres tú mi Dios.
12    ¡No andes lejos de mí, que la angustia está cerca,          no hay para mí socorro!
13    Novillos innumerables me rodean,          acósanme los toros de Basán;
14    ávidos abren contra mí sus fauces;          leones que desgarran y rugen.
15    Como el agua me derramo,          todos mis huesos se dislocan,          mi corazón se vuelve como cera,          se me derrite entre mis entrañas.
16    Está seco mi paladar como una teja          y mi lengua pegada a mi garganta;          tú me sumes en el polvo de la muerte.
17    Perros innumerables me rodean,          una banda de malvados me acorrala          como para prender mis manos y mis pies.
18    Puedo contar todos mis huesos;          ellos me observan y me miran,
19    repártense entre sí mis vestiduras          y se sortean mi túnica.
20    ¡Mas tú, Yahveh, no te estés lejos,          corre en mi ayuda, oh fuerza mía,
21    libra mi alma de la espada,          mi única de las garras del perro;
22    sálvame de las fauces del león,          y mi pobre ser de los cuernos de los búfalos!
23    ¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos,          en medio de la asamblea te alabaré!:
24    «Los que a Yahveh teméis, dadle alabanza,          raza toda de Jacob, glorificadle,          temedle, raza toda de Israel».
25    Porque no ha despreciado          ni ha desdeñado la miseria del mísero;          no le ocultó su rostro,          mas cuando le invocaba le escuchó.
26    De ti viene mi alabanza en la gran asamblea,          mis votos cumpliré ante los que le temen.
27    Los pobres comerán, quedarán hartos,          los que buscan a Yahveh le alabarán:          «¡Viva por siempre vuestro corazón!»
28    Le recordarán y volverán a Yahveh todos los confines de la tierra,          ante él se postrarán todas las familias de las gentes.
29    Que es de Yahveh el imperio, del señor de las naciones.
30    Ante él solo se postrarán todos los poderosos de la tierra,          ante él se doblarán cuantos bajan al polvo.      Y para aquél que ya no viva,
31    le servirá su descendencia:          ella hablará del Señor a la edad
32    venidera,          contará su justicia al pueblo por nacer:      Esto hizo él.

Al leer el Salmo y recordar a Jesús en la cruz sentimos un nudo en la garganta o quizás hasta ruede una lágrima.

Son claros en este Salmo los padecimientos y especialmente la persecución que sufrió el pueblo Judío, pero también aparece su fe en Dios (Yahve). En la primera parte vemos el silencio del Padre, el sufrimiento, la oscuridad, la desesperación, pero al final encontramos el refugio, la confianza, el amor del Padre.

Desde comienzos del cristianismo la tradición ha aplicado este Salmo al mismo Jesús, pues es imposible no notar las similitudes generales como el acecho de sus enemigos, la humillación, el sufrimiento. Algunos aspectos son más puntuales como el paladar seco, los huesos dislocados, las burlas, el polvo de muerte y especial mención lleva el reparto de sus vestiduras y el sorteo de su túnica.

Si bien Jesús padeció el silencio del Padre, como todos nosotros lo hemos padecido, nunca dudó de su compañía. El cargaba la certeza de que el Padre es fiel y no falla. De la misma manera aquel que se dice Católico debe tener esa certeza, incluso en el silencio del Padre, en el Desierto Espiritual o la prueba más dolorosa.

Veamos un poco, de lo mucho, que dice el Catecismo de la Iglesia sobre este tema:

(601) Los pecados de los hombres, consecuencia del pecado original, están sancionados con la muerte (cf. Rm 5, 12; 1 Co 15, 56). Al enviar a su propio Hijo en la condición de esclavo (cf. Flp 2, 7), la de una humanidad caída y destinada a la muerte a causa del pecado (cf. Rm 8, 3), Dios «a quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él» (2 Co 5, 21).

602 Jesús no conoció la reprobación como si él mismo hubiese pecado (cf. Jn 8, 46). Pero, en el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34; Sal 22,2). Al haberle hecho así solidario con nosotros, pecadores, «Dios no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros» (Rm 8, 32) para que fuéramos «reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5, 10).
(Catecismo de la Iglesia Católica)

Por eso es bueno tener siempre a la mano el Catecismo de la Iglesia Católica.

Podemos concluir que nunca debes dudar, ni un poco, que el Padre está a tu lado, aunque no lo veas, aunque no lo sientas, Él va junto a ti como protector, como amigo, como proveedor, como Padre, como Dios.

Por Francisco Delgado Bautista
LaFeCatolica.com

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