Un Derecho Humano Ausente: La Fidelidad
Los derechos individuales parecen haberse convertido en ley suprema de nuestra sociedad para los tiempos modernos. La incesante búsqueda de nuevos derechos y una continua preocupación social por su cumplimiento, parece mostrarlos como a una condición indispensable para alcanzar un mayor bienestar social. Pero la evolución de una conciencia sobre la extensión de la responsabilidad individual parece diminuida frente a tantos derechos, y no es de extrañar que culturalmente a la fidelidad se la hubiera limitado “hasta que el otro no me falle”. En el campo afectivo, tal parece que estamos regresando a los tiempos del “ojo por ojo”.
La infidelidad conyugal, aún cuando es promovida y considerada como esperable y frecuente por muchos de los medios de comunicación actuales, cuando acontece, culturalmente, al mismo tiempo es considerada como una suerte de traición que otorga el derecho a su “víctima”, de reacción y compensaciones. Es comprensible que el dolor y la frustración que sienta el afectado, no pocas veces, le haga aceptar el camino de la ira y el desencanto, acompañado de una sensación de ruptura terminal. En medio de las crecientes y naturales confusiones, intensas emociones y pensamientos apocalípticos invaden la mente, con lo que no tarda en aparecer una alternativa de acción que siempre promete solucionarlo todo, incluso, reiniciar esa soñada vida que ahora se siente perdida, o al menos, desperdiciada: es el divorcio.
Todo tiene su precio
Pero el divorcio siempre ha cobrado su alto precio a quienes lo aceptan como una alternativa de acción en sus vidas, y este costo no toma en cuenta el grado de validez de las justificaciones que pueden impulsarnos a su encuentro. Las causas objetivas no parecen ser ya relevantes frente a los hechos, y la razón se doblega frente a intensas pasiones y emociones sentimentales que piden una compensación para curar nuestra herida “dignidad”. Pero un problema central del divorcio estriba en que usualmente la decisión se origina en sentimientos de ira, revancha, venganza, o en el mejor de los casos, en las frustraciones de una vida indeseada que se desea terminar. O sea, no se origina en sentimientos de amor, en lo único que ayuda a sanar heridas y a construir vidas de una forma perenne y real.
En los momentos de dudas y dolores causados por una infidelidad, tortuosos pensamientos nos persiguen y parecen darnos alcance con persistentes y profundas estocadas emocionales. Atreverse a sopesar nuestros sentimientos, deseos y decisiones, es muy duro, ya que la intuición nos dice que deberemos enfrentar confundidos y heridos a un gran dilema: ¿qué deseamos para nuestra vida futura? Esto significa meditar sobre, ¿qué es lo mejor o lo más justo? Y, ¿para quién? Dos caminos con direcciones diferentes parecen abrirse frente a nosotros ante una situación de infidelidad: Uno, considerado lleno de legítimos derechos, la separación o el divorcio; y el otro, al cual con frecuencia se le da poca importancia porque tendemos a menospreciarlo como si fuera un absurdo: es el camino del amor. Parece absurdo, porque: ¿cómo amar a quién sentimos haber dejado de amar?
Caminante, al andar se hace camino…
Iniciarse por el camino del amor no se logra por la senda de las buenas palabras y buenas intenciones, sino por caminos de acción: por el camino de la revisión de las actitudes y conductas personales expresadas hacia la pareja; de las atenciones que no se dieron oportunamente; de las preocupaciones por ella que no recibió; de esa capacidad no demostrada por atender y escuchar sus diarios problemas; de esas ausentes ayudas simples y cotidianas en las tareas hogareñas más tediosas; de ese tiempo que por diversas razones no dimos; de tantas ocasiones en que nuestra presencia fue ausencia,… El camino del amor se encuentra por la senda de la comprensión, porque cuando se es capaz de enfrentarse a sí mismo/a y de verse tal cual se ha sido, es posible comprender mejor la situación en que se ha envuelto el motivo de nuestro amor perdido. Aceptando que también es posible que uno, a veces sin darse cuenta, pudo haber ayudado en algo a empujar esas decisiones ajenas que ahora todos lamentamos.
La vida moderna nos absorbe y presiona hasta el extremo, y en medio de tantas tensiones no es difícil olvidarse de quienes nos rodean por estar tanto tiempo concentrados en problemas personales, en el propio cansancio, en las frustraciones individuales, pero dando menor importancia u olvidando a las ajenas, olvidando el sentido de lo que es compartir, de lo que es vivir.
Mirándonos
El camino del amor tiene un solo lenguaje, el de la donación. Pero suena casi ridículo hablar de donación hacia quien sentimos que nos ha fallado de alguna forma o quizás traicionado nuestra confianza. Así se siente, pero, ¿será tan así? ¿No ocurrirá que con frecuencia miramos la realidad de una forma demasiado egoísta y egocéntrica, sólo desde nuestro personal punto de vista y sin considerar el del otro? Estamos acostumbrados a mirar de una forma en que fácilmente apreciamos nuestros derechos y rara vez nuestros deberes no cumplidos para con el otro. Escuchamos la voz de nuestros sentimientos con extrema atención, pero siendo en continuas ocasiones como sordos a los intereses y sentimientos del otro. Deseamos ser jueces pero nunca juzgados, ni siquiera por nosotros mismos. Y cuando le damos la espalda al camino del amor, entramos al de la confusión, con lo cual nuestras decisiones se tornan más drásticas y violentas, como si con ello quisiéramos compensar de alguna forma las heridas recibidas con esos dolorosos sentimientos de frustración e impotencia de no poder ya regresar a cambiar ese pasado que hoy vemos como errado y lleno de decisiones inadecuadas, causadas por supuestas presiones, ausencia de información oportuna, descuido, inmadurez,… todas características de una víctima y jamás de un responsable. Una senda que cuando la seguimos muy pronto abre otro camino, el de la autojustificación, con la cual nos llegamos a sentir con pleno derecho a cambiar nuestros hábitos y vida, pero sin considerar a nadie más que a uno mismo y en una situación donde no somos capaces de percibir que ya no sabemos donde está uno mismo ni qué queremos realmente. El desenlace de estas decisiones tan frecuentes es bien conocido en la actualidad.
Una huella que seguir
Amar no es siempre querer, no es desear; ya que amar puede ser actuar para y por el otro, incluso, sin quererlo ni desearlo. Esto es cuestión de naturaleza y no es asunto de gustos, preferencias, religión, ni de lo que uno pueda creer. Es un tema extremadamente delicado, ya que en él nos jugamos parte importante de nuestra felicidad presente y futura. Y es aquí donde debiera estar el eje de nuestros pensamientos para tomar cualquier decisión importante en nuestra vida: Tal o cual decisión ¿me ayudará o no, a ser más feliz? ¿A construir o reconstruir mi vida? ¿A construir o reconstruir otras vidas? Porque, si uno se permite perder el amor por alguien, de seguro puede permitirse perder el amor de cualquier otra persona; y esta podría ser la senda de llegar a perder el amor por uno mismo creyendo defenderlo. El amor verdadero no está condicionado a una suerte de intercambios, ni a las leyes y derechos del mercado, sino a la naturaleza más profunda e íntima de cada persona. La aceptación del amor es algo personal, debe nacer del interior de uno mismo; luego, la creación del amor es algo diferente ya que es la esperada consecuencia de nuestras buenas acciones dirigidas hacia otra persona: Lo primero es nuestra acción en el sentido del amor, y luego de esa acción de donación personal hacia el otro, puede nacer lo que llamamos amor. La acción nace de nosotros, pero el amor no nace de nosotros; por eso hay quienes dicen que su presencia es una prueba más de la existencia y presencia de Dios. El amor es un don, un regalo, porque uno puede crear la acción pero el amor lo recibimos como una consecuencia que no es una condición necesaria. Tal parece que nadie en este mundo puede garantizarlo de forma alguna; no basta quererlo, desearlo ni actuar para obtenerlo, a pesar de lo cual, la sola esperanza de obtenerlo es motivo suficiente para guiar el sentido de nuestras mejores acciones hacia el bien del prójimo.
¿Qué desea quién está herido y se siente destruido? Posiblemente sanar sus heridas y reconstruir lo que hoy está caído. Sí, porque la venganza o la revancha jamás han sanado heridas, sino que abiertas las mantienen. Jamás algo han reconstruido. En cambio, generalmente, ayudan a profundizar las destrucciones ya realizadas.
Hora de recordar
Es tiempo de recordar a un hombre que vivió hace 2000 años y que enfrentó en muchos aspectos a una realidad muy similar desde su personal punto de vista (o aún, mucho peor de la que podríamos imaginar), pero que actuó en la forma más adecuada que un ser humano bajo esta situación lo podría hacer, y finalmente, logró la mayor felicidad durante su compleja vida matrimonial. Con ello permitió que su familia creciera y se desarrollara naturalmente, cambiando en muchos aspectos la historia de la humanidad como él nunca lo llegó a imaginar. El gran ejemplo de sus acciones y decisiones lo hacen una insuperable guía para aquellas madres y padres que están sufriendo al extremo, y que creen ver como una solución a sus problemas, frustraciones y temores, al divorcio, la separación o a la ruptura familiar. Él es un hombre que ha sido tratado extremadamente mal por la historia, respecto de él se han hablado toda clase de insultos y desprecios; posiblemente los mismos que recibirán quienes decidan seguir su ejemplo. Pero fue el más valiente y el mejor padre que este mundo ha logrado y logrará producir. Fue el marido más responsable y el mejor protector de su familia que en este mundo ha nacido. Al mismo tiempo, fue también quien tuvo más derechos y motivos para separarse y alejarse de la vida matrimonial… y no lo hizo. Su nombre es José.
José sufrió muchos de nuestros problemas actuales, las mismas necesidades insatisfechas, los mismos temores y tensiones, los mismos sueños y deseos de dar más de lo que podía a su familia, la misma obligación de trabajar arduamente y muchas veces en condiciones ingratas por obtener el sustento de su familia. Él también tenía amigos con una variedad de vidas y costumbres, también tenía la oportunidad de sentirse que ya había hecho lo suficiente y que era hora de pensar en sí mismo. También en un momento de su vida se sintió traicionado, sorprendido y frustrado al más absoluto extremo… y desde su punto de vista, con motivos reales para ello.
Otra de sus grandes cualidades fue su gran voluntad de mantener prudente silencio cuando las naturales dudas lo invadían todo en su vida; sin hacer comentarios insensatos con otras personas, soportando su silencio, buscó no causar algún daño a quien sentía que había traicionado su fidelidad de alguna forma. Finalmente, decidió correctamente, y fue consecuente con lo ya decidido por el resto de su existencia. Esto es, optó por vivir para el otro y por el otro, para su mujer y el hijo de ella. En esta extrema condición, decidió donarse por completo y para siempre, sin aspavientos, sin esperar ni pedir nada a cambio, sin pasar la cuenta por sus sentimientos heridos. Decidió pasar por encima de sus múltiples temores y frustraciones, por encima de las leyes y costumbres de su sociedad y cultura, las que le otorgaban incluso el derecho a quitarle la vida a su mujer bajo esas condiciones. No se detuvo al pensar en sus derechos, ni en sus heridas, ni en nada de sí mismo porque antepuso a su frustración y a su persona la felicidad de quien sentía perdida y era la causa de sus heridas. Antepuso a su herido orgullo la honorabilidad de su mujer. Antepuso a su perdida felicidad la de su familia, la de su mujer y la del futuro hijo; ellos dependían de él y de su libre decisión personal. Al ver hoy a su hijo, Jesús, no puedo sacar de mi mente aquel refrán que dice: “de tal palo, tal astilla”. Esto es: se negó a sí mismo… fue un ser tan humano como cualquiera, y nos mostró la forma más extrema en que el amor de verdad se puede manifestar. Él no se quedó en los hechos ni en los derechos, fue mucho más allá: los superó.
Hoy, ¿es diferente?
La auténtica vida no es cuestión de lo que se quiere, ni de lo que se desea, no es cuestión de gustos ni de derechos, no es cuestión de costumbres sociales ni de leyes humanas, es un asunto de amor.
Los tiempos modernos son como todos los tiempos, sus dificultades y oportunidades parecen ser muy similares. Cambiarán las formas pero sus efectos en la vida de las personas no han variado. Y en el transcurso de la historia, hoy como en cualquier momento puntual debemos preguntarnos ¿qué es lo más importante? ¿qué es lo que realmente perdura? ¿qué es lo que construye y reconstruye la felicidad personal y la ajena? Lo realmente esencial parece no alterarse jamás, y la única variación real en el tiempo la constituye cada sencilla y libre elección personal tomada ante cada circunstancia, aceptando o rechazando la invitación permanente que la opción del amor significa para nuestras vidas y las de los demás.
Aunque tengamos la razón, aunque tengamos todos los derechos de este mundo, aunque nuestras costumbres familiares y culturales estén de nuestro lado, aunque no seamos responsables y estemos fuertemente heridos en lo más profundo de nuestro ser, ¿cuál será nuestra decisión? Ya que su consecuencia puede significar un serio daño para nuestra felicidad presente y futura. ¿Qué queremos para nuestra vida? Y si ya sentimos como si todo lo importante lo hubiéramos perdido, preguntémonos, ¿qué queremos para la vida de quienes dependen de nosotros?
Una respuesta personal
Cualquiera sea la decisión tomada, esta tendrá su precio. Pero tratemos de que no nos influyan los aparentes valores de este mundo, ya que, ¿qué importancia tiene la causa de la herida recibida cuando a esta ingrata situación la comparamos con la felicidad de quienes dependen de uno? ¿Qué importancia tiene la tortura de tantos pensamientos y sentimientos frustrados, cuando tenemos el poder infinito de evitar nuevas heridas a otras personas? ¿Para qué me sirve tener derechos, si de una u otra forma su utilización pisoteará los derechos de otras personas? ¿Quien soy para juzgar a otra persona, cuando tantas faltas en perjuicio de otros he cometido cada día de mi vida? ¿Depende mi felicidad sólo de mi, o dependerá también de mi relación con quienes ha transcurrido mi vida? ¿Puedo llegar a ser feliz construyendo sobre los padecimientos de otros por causa de mi derecho a ser feliz?
Las respuestas a estas preguntas son personales, y por lo tanto deben ser buscadas en el interior de cada persona. Debemos buscarlas, dándonos el tiempo necesario para encontrarlas; y manteniendo una conducta prudente y cautelosa de la intimidad propia y ajena son condiciones necesarias para no perder la libertad, al condicionarla a opiniones bien intencionadas pero que pueden ser erradas o impulsivas. Es bueno recordar siempre que un momento no es una vida, y que tampoco tiene el valor de la felicidad de una sola persona, por lo tanto, en estas situaciones, es vital resistir al natural desánimo que intentará inundar nuestra existencia.
Una buena decisión, y especialmente la mejor, es aceptar los consejos del amor, porque invita a la acción, fortalece nuestra existencia y nos conduce por un camino seguro. Es un camino difícil, pero del cual muy pronto podremos llegar a estar profundamente agradecidos al haber tenido la maravillosa oportunidad de luchar y vencer a la adversidad, de sentirnos vivos reencontrando el camino del verdadero amor; del único que traerá la paz y la felicidad a nuestros corazones, a nuestros pensamientos y sentimientos, a esa vida que hace mucho tiempo dejó de ser personal y que hoy se comparte con otras vidas, especialmente con las de quienes tenemos más cerca… Porque es en ellos en quienes Dios quiere que lo busquemos y encontremos.
Una buena decisión, es para toda la vida.