En el siguiente artículo encontrarás un amplísimo recorrido bíblico en el que se explica lo que sucede en las Bodas de Caná y sobre todo el trasfondo qu tiene y que la iglesia lo ha venido desvelando con el paso de los siglos.
MARÍA EN LAS BODAS DE CANÁ
Jn 02, 01-12 M/BODAS-DE-CANA CANA/BODAS
Juan escribe su evangelio en torno al 90-100 d.C. Es, por tanto, el autor más tardío del NT, como tal, transmite a la iglesia una de las reflexiones más maduras sobre la persona y la obra del Salvador.
Alude a la madre de Jesús en el prólogo (1,13), con tal que se acepte la lectura de este versículo en singular. Luego, en el c. 6, v. 42, recoge este comentario de los judíos: «¿No es éste Jesús, el hijo de José, cuyo padre y cuya madre nosotros conocemos? ¿Cómo dice ahora: He bajado del cielo?» Pero los dos pasajes Marianos clásicos del cuarto evangelio son las bodas de Caná (2,1-12) y la escena del Calvario (19,25-27): dos episodios estrechamente relacionados, ya que se apelan mutuamente como si fueran una gran inclusión. Dedicaremos unas notas explicativas a cada uno de ellos.
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Caná es una aldea de Galilea, mencionada tres veces en el evangelio de Juan (2,1; 4,46; 21,2). Flavio Josefo (s. I d.C.) la recuerda en su autobiografía. En cuanto a su ubicación los pareceres no van de acuerdo. Los autores medievales con algunos modernos, opinan que se trata de Kirbet Qana, localidad en ruinas situada en el límite septentrional de la llanura de Battôf al abrigo de una montaña. Está bastante cerca de Séforis, una ciudad importante de Galilea, a unos 14 kms. al norte de Nazaret. Pero de ordinario se localiza a Caná en la alegre aldea de Kefar-Kana, a unos 8 kms. al nordeste de Nazaret, en el camino que lleva a Tiberíades.
Un día, en aquella aldea, se celebraban unas bodas (Jn 2,1a). María estaba entre los invitados a su celebración, quizá por motivos de parentesco. En efecto, una tradición cristiana del s. XII (referida, por ej., por Juan de Würzburgo en 1165) dice que Séforis era la patria de Ana de la que —como atestigua el Protoevangelio de Santiago (s. II)— nació la Virgen. Y Séforis se encontraba cerca de Caná. La invitación se extendió también a Jesús y a sus discípulos (v. 2). En el origen de este gesto de cortesía había probablemente motivos de amistad. En efecto, Juan nos informa que Natanael uno de los apóstoles escogidos por Jesús (Jn 1,43-51), era precisamente natural de Caná (21,2).
Según las costumbres del AT, las fiestas de la boda duraban normalmente siete días (Gén 29 27, Jue 14,12; Tob 11,20), pero podían prolongarse durante dos semanas (Tob 8,20; 10,8). Y eran lógicamente la ocasión de un alegre banquete (Gén 29,22; Jue 14,10, Tob 7,14), servido de ordinario en casa del esposo (cf Mt 22,2). Por tanto, se necesitaba —como es fácil comprender— tener una buena provisión de vino. Y esto fue lo que falló en Caná (v. 3a).
El malestar de la situación no se le pasó de largo a la atención femenina de María, que puso al corriente de ello a su Hijo (v. 3b). Después de una respuesta un tanto enigmática (v. 4), Jesús escuchó la petición de la madre. En efecto, convirtió en vino copioso el agua contenida en las seis tinajas, puestas allí para las abluciones rituales que los judíos realizaban antes de sentarse a la mesa (vv. 6-10). De esta forma Jesús dio comienzo a sus prodigios y fue aquél el signo que suscitó la fe incipiente de los discípulos en él como mesías (v. 11). Todo esto —podemos pensarlo así— constituye el núcleo de lo que ocurrió en Caná, durante aquel banquete de bodas que estuvo a punto de terminar con una amarga desilusión.
Juan, que era probablemente uno de los comensales, registra este episodio en su evangelio. Cuando él escribe (entre el 90 y el 100), recuerda e interpreta al mismo tiempo. El Espíritu Santo, derramado por Jesús resucitado, guiaba a la iglesia hacia la comprensión más plena de las palabras y de los gestos de Jesús (cf Jn 14,25-26, 16,13-15). «Lo que yo hago —decia el Señor a Pedro durante el lavatorio de los pies en la última cena— ahora tú no lo entiendes; lo entenderás más tarde»(Jn 13,7). Gracias al don clarificador del Espíritu Juan está en disposición de penetrar en el sentido arcano que se escondía en aquel episodio de las bodas de Caná. Justamente él lo define como un signo (v. 11), es decir, como un hecho que en sus apariencias exteriores remite a una realidad más intima, más oculta, inherente en definitiva al misterio mismo de la persona de Jesús.
En las siguientes lineas nos limitaremos a algunas reflexiones sobre la presencia y la función que tuvo María en aquella epifanía incipiente de su Hijo.
a) «El tercer-día» (v. 1a). De esta forma introduce Juan el signo de Caná. Esta indicación cronológica tiene la finalidad de poner en relación el primer milagro de Jesús con el Sinaí y con la resurrección.
El Sinaí. El tercer día de Caná forma parte a su vez de los días dentro de los cuales subdivide Juan los primeros hechos del ministerio profético de Jesús. De este modo obtiene una secuencia de jornadas (una hemerología), articulada de la siguiente manera. Primer día: testimonio de Juan Bautista ante los sacerdotes y levitas enviados de Jerusalén (1,19-28), segundo día: el Bautista señala a Jesús como el Cordero de Dios (1,29-34); tercer día: vocación de dos discípulos de Juan (uno es Andrés) y de Simón Pedro ( I ,3542), cuarto día: vocación de Felipe y de Natanael (1,43-51 ); el tercer día: bodas de Caná (2,1-1 1); no muchos días: permanencia de Jesús en Cafarnaún con su madre, sus hermanos y los discípulos (v. 12). Por tanto, éste es el orden de la mencionada secuencia de días: I, II, lIl, IV, el tercer día (el de Caná), no muchos días.
La fuente en la que se inspira Juan para este esquema cronológico es, con una discreta probabilidad, una antigua tradición judía. Partiendo de Ex 19,1.10-11.16, esta tradición solía distribuir en varios días los hechos que acompañaron la revelación del monte Sinaí, cuando Yavé hizo su alianza con Israel y le dio la ley por medio de Moisés (Éx 19-24). A partir de estas indicaciones bíblicas, la literatura judía narra la célebre teofanía del Sinaí enmarcándolo en un esquema cronológico de días, que se suceden en el orden siguiente: I, II lll, IV, el tercer día (corresponde al Vl, ya que se computa desde el IV día incluido). Hasta aquí el esquema es idéntico en casi todas las fuentes que lo recogen. Luego varía en cuanto que algunos añaden un día séptimo o (al parecer) un día octavo.
Hay que notar en particular que el tercer día (= el sexto) es aquel en que se le dio la ley a Moisés. Es indudablemente el más importante. La mencionada tradición judía —que parece remontarse por lo menos al s. I-II d.C.— presenta notables afinidades con la serie de los días iniciales del ministerio de Jesús, según Jn 1,19-2,12. Por eso se vislumbra una posible emergencia: con la adopción de este cliché literario, ¿no querrá Juan encuadrar quizá el primer signo de Jesús en la perspectiva de lo que sucedió en el Sinaí?
Efectivamente, pienso que esta relación ideal (Caná-Sinaí) tiene buenas razones en su favor. Un indicio de ello son los diversos contactos de argumentos y de términos que aparecen por diversas partes entre las tradiciones de la teofanía sinaítica y Jn 1,19-2,12. Los iremos poniendo de manifiesto en nuestra exposición. Uno de los resultados fundamentales será éste: lo mismo que en el Sinaí Yavé reveló su gloria dando su ley a Moisés, así en Caná Jesús revela su gloria dando el vino mejor, símbolo de la nueva ley que es su evangelio.
La resurrección. Además de al tercer día del Sinaí, el tercer día de Caná hace referencia al tercer día del misterio pascual, entendido como pasión-muerte-resurrección de Cristo. Por lo que se refiere al cuarto evangelio, la conexión entre el tercer día y la resurrección se basa sobre todo en Jn 2,19-21: «Destruid este templo [= muerte] y en tres días lo reedificaré [= resurrección]… Pero (Jesús) hablaba del templo que es su cuerpo». Lo que ocurrió «en tres días» tiene lógicamente su término «al tercer día». Por consiguiente, también para Juan —como para los sinópticos y para Pablo— el tercer día es el de la resurrección de Cristo. Es un elemento que pertenece al núcleo de la predicación primitiva, atestiguada, por ejemplo, en ICor 15,3-4.
Siempre en el ámbito de la doctrina de Juan, la fórmula el tercer día se relaciona además con la hora de Jesús, como se verá en la respuesta del mismo Jesús a su madre (v. 4). Pues bien, Ia hora de Cristo, según el cuarto evangelio, designa como una sola realidad la pasión-muerte-resurrección del Salvador. Es el momento supremo en que Jesús pasa de este mundo al Padre; momento que Juan define como su hora (2,4; 7,30; 8,20; 13,1), «la hora», con el articulo determinado en posición enfática (12,23; 17,1), o «esta hora» (12,27). Desde el principio hasta el fin de la actividad de Cristo (2,4: 13,1; 19,27) esta hora confiere una marcha dramática al evangelio de Juan. Es la cumbre de la misión de Jesús: él ha venido para esta hora ( 12,27). Su cumplimiento está fijado por la voluntad del Padre y no puede ser anticipado ni por las exigencias de su madre (2,4) ni mucho menos por el poder violento de los enemigos de Cristo (7,30; 8,28).
En esta hora el Padre revela la gloria del Hijo, es decir, la verdad plena de su persona. Esta revelación comprende dos aspectos: la igualdad de Jesús con el Padre en la divinidad y su comunión con los hombres. Lo afirma claramente el mismo Jesús: ‘Aquel día (es decir, en el misterio pascual) sabréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» /Jn/14/20.
Para terminar estas reflexiones introductorias sobre el tercer día de Caná, podemos decir por tanto que en la trama teológica del cuarto evangelio corre un hilo entre «el tercer día» del Sinaí, «el tercer día» de Caná y el «tercer día» de la pasión glorificante de Cristo: tres piedras miliarias del único itinerario de salvación. Los diversos momentos del primer signo de Jesús tienen que leerse en referencia con esta doble polaridad, sintetizada en el siguiente esquema:
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SINAÍ CANÁ PASCUA
El tercer día El tercer día El tercer día
Yavé reveló su gloria Jesús reveló su gloria Jesús reveló su gloria
a Moisés
y el pueblo y sus discípulos y sus discípulos
creyó también en él creyeron en él creyeron en él
(Ex 19.11.9). (Jn 2, 1.11). (Jn 2, 19-20; 20-21).
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b) Caná «de Galilea» (v. 1 b). En los vv. 1b y 11a Juan especifica que se trata de Caná de Galilea. El motivo de esta precisión podría ser de índole geográfica; en efecto, además de Caná de Galilea, la Escritura recuerda también a Caná de Aser (Jos 19,28), que corresponde a la actual Wadi Kana.
Pero no hay por qué excluir una razón teológica, relacionada con el desprecio en que era tenida la región galilea. Tenemos también en Juan un ejemplo de este hecho. En efecto, los fariseos le responden a Nicodemo: «¿También tú eres de Galilea? Investiga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jn 7,52). En otras palabras, tendríamos aquí una prueba más de la llamada «ironía teológica del cuarto evangelio»: según la opinión corriente, de Galilea no puede venir un profeta; pues bien precisamente en Caná de Galilea tiene lugar la primera manifestación del profeta por excelencia, Jesús de Nazaret, aquel de quien escribieron Moisés y los profetas (Jn 1,45). El profeta escatológico (cf Jn 6,14) es oriundo de Nazaret, la aldea de la que no era posible (pensaba la gente) que pudiera salir nada bueno (Jn 1,46).
Diría el profeta: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos: dice Yavé» (ls 55,8).
c) «No tienen vino» (v. 3c). ¿Cómo entender estas palabras de la Virgen? ¿Son una simple indicación de la preocupación que empezaba a sentirse en la despensa? ¿O suenan más bien como una auténtica petición de una intervención milagrosa por parte de Jesús? En su tenor inmediato, el texto no ofrece evidencias seguras para concluir que María estuviera pidiendo un prodigio.
Quizá haya que vislumbrar una vía de solución en la manera con que Juan acostumbra narrar los milagros. Por lo menos en dos ocasiones el evangelista presenta la petición del orante en función directa del prodigio mismo; es una súplica y una esperanza de que el prodigio se realizará. Así el funcionario real de Cafarnaún y las hermanas de Lázaro recurren a Jesús porque saben que él podía escucharles (Jn 4,47; 11, 3.21-22).
Situadas en este contexto las palabras de María -inspiradas sin duda por un profundo sentimiento de misericordia-, parecen señalar la esperanza en el milagro. Ella sabe que Jesús puede hacerlo. Por lo demás, pertenecía a la espera común del judaísmo de entonces el que el mesías realizase prodigios para comprobar su misión (Jn 7,31; ICor 1,22).
Considerando además el rico simbolismo del vino nuevo ofrecido por Jesús (como diremos en seguida), la petición de María puede leerse en un nivel más profundo. En aquella súplica el evangelista pudo volcar el deseo que albergaba todo el pueblo de Israel respecto a su propia redención: las antiguas instituciones mosaicas (¡el vino que empezaba a faltar!) ya no eran suficientes. Comentó más tarde san Cirilo de Alejandría (+ 444): «La ley (de Moisés) no tiene la plenitud de los bienes; pero las divinas enseñanzas de la doctrina evangélica son portadoras de abundantísimas bendiciones» (In Johannis evangelium, II, 11-13: PG 73, 230). Y también la iglesia puede valerse de la súplica de María en Caná para dar voz a los gemidos de la humanidad: cada cultura consciente o inconscientemente, suspira por la luz de Cristo a fin de edificar cumplidamente la civilización del amor. Tal era ya la intuición de san Gaudencio de Brescia (+ 410/411) cuando escribía: «La madre del Señor… intercedió por nosotros los gentiles ante su Hijo… para que ofreciese a nuestra pobreza el gozo del vino celestial» (Tractatus IX, 3: CSEL 68,79).
M/INTERCESION: En nuestros días, M. Thurian se une a la voz de los padres con las siguientes frases: «En su acto de fe y en su plegaria, María aparece como representante de la humanidad en apuros y del judaísmo en su esperanza mesiánica; ella es la figura de la humanidad y de Israel que aguardan una liberación, misteriosa para la humanidad, mesiánica pero demasiado humana todavía para Israel» (María, madre del Señor, figura de la Iglesia, 150).
d) El vino nuevo de Caná y su simbolismo VINO/SIGNIFICADO (vv. 3.9.10). El elemento vino tiene un acento singular en el episodio de Caná. Se le menciona cinco veces (vv. 3.9.10). Es mejor que el que empezó a faltar (v. 10). Y es extraordinariamente abundante. En efecto, las seis tinajas colocadas allí para las abluciones de los comensales tenían una capacidad de dos o tres metretas cada una (v. 6); puesto que la metreta equivalía a 38-40 litros, cada tinaja podía contener entre 80 y 120 litros; en total, entre cinco y siete hectolitros.
Además, Juan se encarga de indicar que las tinajas estaban llenas «hasta los bordes» (v. 7): una nueva señal de la cantidad tan abundante del vino regalado por Jesús.
Efectivamente, es ésta una característica que Juan reconoce en los dones de Cristo, como la plenitud de gracia (Jn I,16), el agua de que habla Jesús a la samaritana (4,13-14), los panes de la multiplicación (6,10-13), la vida (10,10).
Pero Juan no declara expresamente cuál era el significado simbólico del vino de Caná (cf, por el contrario, Jn 2,21: «Pero él hablaba del templo que es su cuerpo»; 7,39: «Eso lo dijo refiriéndose al Espíritu que habrían de recibir los que creyeran en él»). No obstante si nos fijamos en las tradiciones del AT, recogidas y actualizadas por el judaísmo, podremos señalar con razones válidas el simbolismo probable de este vino.
1) El AT biblico-judío. En el AT los profetas enseñaban que los tiempos de la restauración postexilica se verían alegrados por un vino sumamente copioso (Am 9,13; Jer 31,12; J1 2,19.24), de finísima calidad (Os 14,8; 1s 25,6; Zac 9,17) y dado gratuitamente (Is 55,1). Además, algunas veces este tema se combina con el de las bodas (Os 2,21-24; Is 62,59). Y también la Sabiduría prepara su mesa con su vino (Prov 9,2.4); ese vino es prácticamente la ley de Moisés.
Para completar el cuadro, citemos otros dos textos mesiánicos: la bendición de Isaac a Jacob (Gén 27,2829) y sobre todo la de Jacob a Judá (Gén 49,10-12). Con lenguaje hiperbólico, la suerte feliz del esperado reino mesiánico está también figurada por la abundancia de mosto (Gén 27,28). Si el mesías, descendiente de Judá, quiere alguna vez atar su asno, no encontrará más que plantas valiosas, como la vid; si se quiere lavar sus vestidos, sólo dispondrá de vino; su misma mirada será resplandeciente, debido a este precioso producto de la vid (Gén 49,11-12).
La tradición judía continúa y desarrolla este mismo género de simbolismo. El targum de Gén 49,12 (recensión del pseudo-Jonatán, Neophyti y Onkelos) elabora una paráfrasis muy interesante sobre las relaciones entre la era mesiánica y la vid o el vino, y el targum del Cantar de los cantares ve en el monte Sinaí (en el que se le entregó la ley a Moisés) la «cantina» de la Torá. La doctrina rabínica, por su parte, declara que el vino del siglo presente no es más que una pregustación del vino del siglo futuro. Esta misma literatura abunda además en pasajes en los que se toma al vino como uno de los símbolos preferidos de la Torá, sobre la base especialmente de Prov 9,5: «Bebed el vino que he preparado».
2) La relectura de Juan. Podemos creer que también Juan se une a los precedentes del AT y del judaísmo que no hemos hecho más que sintetizar. Efectivamente, Juan sugiere que ve en el vino de Caná un símbolo de la nueva ley de Cristo, de su palabra reveladora, que sustituye a la de Moisés y los profetas (Jn 1,45). Son muchas las alusiones que convergen en este sentido.
– Caná se contrapone idealmente al Sinaí, el monte de la ley antigua.
– El verbo guardar —utilizado en el v. 10 («Tú has guardado el buen vino hasta ahora»)— es típico del vocabulario de Juan en relación con la palabra-mandamiento de Jesús, que es a su vez la palabra del Padre. Aparece hasta veinticinco veces con este sentido 1.
– PD/PERDON-P: El vino suministrado por Jesús sale del agua que se había echado en las seis tinajas que servían para la «purificación de los judíos» (v. 6). Esa agua no era un agua profana, sino ritual, esto es, destinada a las abluciones prescritas por la ley de Moisés (Lev 11-16; 20,25-26; Dt 14,3-21…). Al lavarse las manos antes de comer, uno quedaba limpio de la impureza contraída por tocar elementos declarados inmundos por dicha legislación (cf Mc 7,3-4; Mt 15,2; Lc 11,38). Pues bien, precisamente ésta es el agua transformada en vino por Jesús. Esto quiere significar que ahora la purificación no viene ya de la observancia de la ley mosaica (simbolizada por el agua de las seis tinajas), sino del evangelio de Cristo, de su palabra, cuya figura es el vino mejor. Esta es realmente la doctrina de Juan sobre la purificación. Durante la última cena dirá Jesús a los discípulos: «Vosotros estáis ya limpios por la palabra que os he dicho» (/Jn/15/03). El mensaje revelador de Cristo es la verdad, capaz de liberar a los discípulos de la esclavitud del pecado (Jn 8,32.34-36). La palabra de Jesús es como una semilla (IJn 3,9; cf Lc 8,11; IPe 1,23); obrando activamente en el discípulo, le permite vencer al maligno (IJn 2,14) y lo hace cada vez menos inclinado al pecado (IJn 3,9).
– No sólo el vino de Caná es figura de la palabra reveladora de Jesús. Representa también su dimensión escatológica, es decir, la última y definitiva. El adverbio hasta ahora del v. 10 indica todas las etapas de la historia salvífica que han precedido y preparado la acción de Jesús (cf también Jn 5,17, 16,24, IJn 2 8-9). Con Cristo, el designio divino brilla con luz meridiana. Por eso Jesús manda que llenen las tinajas «hasta los bordes» (v. 7). Esto significa no solamente abundancia, sino sobre todo plenitud, perfección. Después de Cristo ya no hay un luego, un todavía no, un más allá. Su palabra colma la medida de la revelación: «De su plenitud todos hemos recibido, y gracia sobre gracia. Porque la ley fue dada por Moisés, pero la gracia y la fidelidad vinieron por Cristo Jesús» (Jn 1,16-17). En conclusión, el vino de Caná es figura principalmente de la nueva ley que tiene como revelador a Jesús. Esa ley se manifiesta en plenitud el tercer día, cuando llega su hora. La cruz es la cumbre de la revelación. Entonces los hombres conocerán totalmente la gloria del Unigénito del Padre, en el que quedó sellada la alianza definitiva de Dios con nosotros(Jn 14,20; 17,1.7-8;20,29;3,1314; 8,28). La sucesiva tradición de la iglesia producirá comentarios maravillosos sobre esta página de Caná. Entre los padres y escritores eclesiásticos muchos ven en el agua de las tinajas un símbolo de la ley y de la profecía, que Jesús transforma en la gracia de su evangelio. Por todos ellos, escuchemos a san Agustín: «Cristo ha conservado hasta ahora el vino bueno, es decir, su evangelio» (In Johannem 9,2: CCL V111, 91).
e) «¿A ti y a mi, qué?» (v. 4b). J/HORA: Esta frase es más bien familiar en el lenguaje bíblico: la encontramos quince veces en el AT 2 y cinco en el NT 3. Habitualmente indica una divergencia de puntos de vista entre dos o más interlocutores, divergencia que puede ser leve o radical. Tan sólo el contexto permite captar los matices en cada caso. También en la literatura apócrifa y en la griega esta expresión se utiliza en sentido más bien repulsivo, es decir, señalando un desacuerdo entre las personas que entran en el coloquio.
En Jn 2,4b la acepción de esta frase parece ser del mismo género. La diversidad de intenciones entre Jesús y su madre resulta mas evidente si tenemos en cuenta dos cosas. Primero: la hora de Jesús («Mi hora aún no ha llegado»: v. 4)85 —como hemos visto anteriormente— es la de la pasión-resurrección (Jn 7,30; 8,20; 12,23; 13,1…). Segundo: el vino de Caná -como también hemos dicho- está tomado por el evangelista como símbolo de la palabra reveladora de Cristo, de su evangelio; es una palabra que alcanza su plenitud precisamente cuando llega para Jesús la hora de pasar de este mundo al Padre. Entonces se hará manifiesto quién es él; entonces brillará sobre la iglesia y sobre el mundo su identidad humano-divina de mesías-Hijo de Dios (cf Jn 20,31).
Dejando en claro estas dos nociones resulta más fácil comprender en qué consiste la disparidad de opiniones entre Jesús y su madre. Es la siguiente: María se preocupa del vino material, que les falta a los comensales; por el contrario, Jesús eleva su discurso a otro nivel, o sea, el que se refiere a su hora, entendida como muerte y resurrección. En otras palabras, en la dinámica del diálogo de Caná, Jesús pasa del plano de las realidades materiales al de las realidades espirituales, de las que son figura las primeras. Es ésta una nota peculiar de la predicación de Jesús, tal como nos la documenta sobre todo el cuarto evangelio. aunque también los sinópticos (ct Jn 4,31 -34, 6,26-27; 11.11-14; Mc 3.31-35 [Mt 12,46-50; Lc 8, 19-21]; Lc 2,48-29). Y cuando Jesús habla de este modo, en parábolas (cf Jn 16,25.29), da origen a cierto malentendido, que él aclara inmediatamente después (Jn 3,3-6: 4,31-34; 6,26-27; 11,11-14; Mc 3,31-35 y paralelos); o bien será el acontecimiento pascual el que revele lo que de momento queda oscuro (Jn 2,22; 4,13- 15; [cf 7,37-39]; Lc 2,50).
En esta serie de pasajes hay que recordar también Jn 2,3-4. Es decir, mientras que María hace presente la carencia de vino material, Jesús eleva el asunto al plano de las realidades espirituales, las que se refieren a su hora. Y puesto que la falta de comprensión es habitual cuando Jesús habla de este modo, hay que creer que lo mismo ocurrió también con María en Caná, como ya antes en el templo (cf Lc 2,48-50). Solamente después de la resurrección se descubrirá el sentido arcano de lo que se había verificado en Caná. Es decir, Jesús daba ciertamente el vino nuevo, pero como signo, como figura-símbolo del otro vino que era su evangelio: evangelio del cual él diría la última palabra, cuando hubiese llegado su hora, la del tránsito de este mundo al Padre: «Cuando hayáis elevado al Hijo del hombre, conoceréis que yo soy» (Jn 8,28).
f) «Haced lo que él os diga» (v. 5). Pero hay algo muy importante. María, aunque no comprendiera cuáles eran exactamente las intenciones del Hijo, se entrega a su voluntad. Es aquí donde María, de madre de Jesús, pasa a ser sierva suya en la fe, antes de que intervenga la evidencia del signo. En efecto, les dice a los criados: «Haced lo que él os diga» (v. 5).
Este aviso suyo se relaciona de nuevo con las tradiciones del Sinaí. Efectivamente, cuando está a punto de establecer el pacto con Yavé a los pies de la montaña sagrada, toda la asamblea de Israel prorrumpe por tres veces en una respuesta coral y unánime: ‘Haremos todo lo que el Señor nos ha dicho» (Éx 19,8; 24,3.7). Esta profesión de fidelidad era el sí esponsal de la nación escogida a su esposo Yavé. Por eso se convierte en objeto de mediación fervorosa e ininterrumpida por parte del judaísmo de ayer y de hoy.
M/MUJER/PUEBLO-DE-D: Es sintomático el hecho de que Juan ponga en labios de la Virgen el mismo contenido de las palabras que el pueblo de Israel pronunció en el Sinaí: ‘Haremos todo lo que el Señor nos ha dicho» (Éx 19,8; 24,3.7) «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5b). Tenemos aquí una identificación, aunque sea indirecta y alusiva, entre la comunidad de Israel y la madre de Jesús. Y como en el lenguaje bíblico-judio el pueblo elegido está representado muchas veces por la imagen de una mujer, podemos intuir por qué Jesús utiliza el término mujer, insólito en un diálogo entre la madre y el hijo, para dirigirse a su madre. En términos más claros: Jesús ve en su madre la personificación del antiguo Israel, que ha llegado a los umbrales de la redención mesiánica.
Y así como el don de la antigua ley mosaica estuvo precedido de una pronta declaración de fe por parte de Israel, así el don del vino de Caná —símbolo profético de la nueva ley de Cristo— va precedido del total abandono de María a la voluntad del Hijo: «Haced lo que él os diga».
Son éstas las últimas palabras que los evangelios nos han transmitido de María. Y es evidente la orientación cristológica de esta invitación suya. María se define por completo en relación con su Hijo. La Virgen no es la que abre las ventanas cuando Cristo parece cerrar las puertas. ¡Ay si la devoción mariana se entendiese como rebaja barata frente al rigor de las enseñanzas del evangelio! No es así, ni mucho menos. María dispone nuestros corazones para acoger las palabras graves, aunque liberadoras, del Señor Jesús. Ésta es seguramente una dimensión importantísima de su función maternal en la iglesia 4.
g) Los sirvientes de la boda (vv. 5a.7-9). Los criados tienen un papel considerable. Nótese en primer lugar cómo obedecen al mandato de Cristo, por consejo de María: «Jesús les dijo: ‘Llenad de agua las tinajas’. Y las llenaron hasta los bordes. Añadió: ‘Sacad ahora y llevad al maestresala’. Y lo llevaron» (vv. 7-9). Este contrapunto entre palabra-mandato de Jesús y su cumplimiento por parte de los criados hace recordar la palabra del mismo Jesús cuando dijo: «El que conoce mis mandatos y los guarda, ése me ama, y al que me ama lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él» (/Jn/14/21). Así pues, Jesús se revela a todo el que le da pruebas de su amor, observando su palabra. Él y el Padre vendrán a poner su morada en esa persona (Jn 14,23). Éste es el verdadero siervo de Cristo, a quien honrará el Padre (Jn 12,26).
CR/SIRVIENTES-CANA: He aquí, por tanto, el trinomio: servicio de Cristo-obediencia a su palabra-manifestación de Cristo. Un trinomio que encierra la siguiente doctrina: todo el que sirve a Jesús obedece a su mandamiento, y entonces Jesús se le manifiesta. Ésta es la experiencia que parecen significar ejemplarmente los sirvientes de Caná. A ellos se les concede «saber de dónde viene» el vino mejor (y, por tanto, un aspecto de la realidad de Cristo), precisamente porque «fueron a buscar agua» y «la llevaron» al maestresala, es decir, en cuanto que obedecieron a la palabra-mandato de Jesús. Dirá también Juan: «Sabemos que le conocemos en que guardamos sus mandamientos » (/1Jn/02/03).
Una exégesis de este género no ignora la doble perspectiva (histórico-teológica) que tiene tanto juego en el cuarto evangelio. En el plano de la crónica, los siervos de Caná eran simples servidores de mesa; pero en el nivel de la relectura realizada por el evangelista se convierten en el prototipo del servicio-obediencia que hay que prestar a Cristo para entrar en la nueva alianza, es decir, en la comunión con él y con el Padre: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os amé, así también vosotros os améis mutuamente… Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 13,34; 15,14).
h) Jesús, el verdadero esposo de las bodas (v. 10). J/ESPOSO: Después de que el maestresala probó el agua convertida en vino, llamó al esposo y le dijo: «Tú has guardado el buen vino hasta ahora» (v. 10). De estas palabras del maestresala se deduce que hay otro esposo —el verdadero— que preside las bodas: ¡Jesús! Efectivamente, es él el que ha conservado el vino bueno hasta ahora. San Agustín comentaba: «El esposo de aquellas bodas era figura del Señor» (In Johannem 9,2: CCL V111, 91).
En Caná, si Cristo es el esposo, ¿quién será la esposa? Es, en primer lugar, María. Como mujer (v. 4), ella sintetiza al antiguo Israel que ha llegado ya a los tiempos de su redención definitiva; y en cuanto madre de Jesús (vv. 1.3.5.12), representa el comienzo de la iglesia, que cuenta ya con sus primeros miembros en los discípulos presentes en el banquete. Escribía así Gerhoh de Reichesberg (t 1169): «La virgen María es el cumplimiento de la sinagoga, es la hija más elegida de los patriarcas; después del Hijo, es el comienzo de la iglesia, la madre de los apóstoles» (De gloria et honore Filii hominis X, 1: PL 194,1105). Y en nuestros días observa J.-P. Charlier: «En sus gestos y en su diálogo, la Virgen y Cristo, superando ampliamente el plan humano y material de los festejos locales, sustituían a los jóvenes esposos de Caná para convertirse en el esposo y la esposa espírituales del banquete mesiánico» (Le signe de Cana…, 77).
Siempre según el cuarto evangelio (Jn 3,25-30), el Bautista señala a Jesús como el esposo esperado y declara que su función respecto a Cristo es simplemente la de ser el «amigo del esposo» (v. 29). Juan es el paraninfo, es decir, el que se encarga de los preparativos de la boda. Y realmente el Bautista es enviado delante de Jesús (v. 28), da testimonio de él (v. 26), para «darlo a conocer a Israel» (Jn 1,31). Ahora que el esposo ha llegado y tiene a su esposa (3,29) en los discípulos, Juan se alegra de oír su voz y su gozo se ve colmado (v. 29), por lo que se retira a la sombra: «El tiene que crecer y yo he de disminuir» (cf v. 30).
También el Apocalipsis (cuya tradición es semejante a la de Juan) celebra las bodas del Cordero (Cristo) con la nueva Jerusalén: «Con alegría y regocijo demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero, su esposa está ya preparada y a él le ha sido dado vestirse de lino fino, limpio y puro» (19,7-8); ‘iY vi la ciudad santa, la nueva Jerusalém, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo» (21,2).
i) El «primero » y el «prototipo» de los signos (v. 11 a). Varios comentaristas ponen de relieve el hecho de que Juan llama al milagro de Caná el arjê de los prodigios realizados por Jesús (v. 11a). Por tanto, no era solamente el primero, sino también el arquetipo de todos los demás que habrían de seguir.
La palabra arjê (= comienzo) parece puntualizar en Juan el momento en que Jesús comenzó a revelarse a los discípulos (cf Jn 15,27; 16,4; IJn 1,1-3). Pues bien, este comienzo de revelación progresiva tuvo su primer paso en Caná de Galilea y se prolongará a lo largo de todo el evangelio.
Si valen estas observaciones, el vino nuevo de Caná, además de ser el primer signo, es también el prototipo, el arquetipo de los demás signos. A semejanza del de Caná, también los prodigios sucesivos están ordenados a manifestar la gloria de Jesús, a suscitar la fe en él, y preludian el signo máximo del tercer día, el de la hora de Cristo, es decir, el de la muerte-resurrección, sello y cumbre de toda su acción redentora.
MIGRO/SIGNO: Por tanto, los milagros (que Juan llama signos) son gestos visibles que remiten a una realidad invisible, ya que impulsan a leer en profundidad el misterio del «hombre que se llama Jesús» (Jn 9,11). Todo lo que ocurre en Jesús de Nazaret, principalmente con el acontecimiento pascual, revela la gloria del Verbo, que puso su tienda entre nosotros (Jn 1,14).
j) La fe de los discípulos (v. 11b). «Y creyeron en él sus discípulos» (v. 11b). Más concretamente: ¿qué es lo que comprendieron los discípulos después de aquel prodigio? Quizá haya que distinguir dos tiempos: el prepascual y el pospascual.
Antes de pascua, más exactamente el mismo día en que los discípulos fueron testigos del prodigio de Caná, ellos no pudieron, lógicamente, penetrar en el secreto profundo de la identidad de Cristo; es decir, no estaban en disposición de comprender su dimensión trascendente. Habiendo creído por causa del milagro-signo, es razonable pensar que su fe se refería a la mesianidad de Jesús como ya había sucedido con Natanael (cf Jn 1,47-50; luego 7,31; 10,41-42; 12,37.42).
Después de la resurrección, la iglesia queda totalmente iluminada sobre el misterio de Cristo. Por eso, al recordar lo que sucedió en Caná Juan (y con él la comunidad cristiana) comprendió que ya en aquel signo inicial Jesús comenzaba a revelarse como el esposo «divino » de las bodas mesiánicas, de aquellas bodas figurativas de la nueva alianza que habrían de sancionarse al tercer día de la pascua, cuando llegara la hora de Jesús: «En aquel día [= la pascua] vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mi y yo en vosotros» (Jn 14,20).
k) La nueva comunidad mesiánica (v. 12). La revelación del signo de Caná tiene una consecuencia que el evangelista sintetiza en el versículo que termina el episodio: «Después de esto (Jesús) bajó a Cafarnaún con su madre, sus hermanos y sus discípulos, y allí estuvieron sólo unos días» (v. 12).
En el estilo de Juan, la fórmula después de esto aparece cuatro veces, siempre en relación con Jesús (Jn 2,12; 1 1,7.1 1; 19,28); su función parece ser la de establecer una conexión lógica entre lo que precede y lo que sigue, como si el trozo siguiente fuera una consecuencia o una nueva ilustración de lo anterior.
En nuestro caso, la conexión entre los vv. 1-11 y el v. 12 podría ser ésta: el comienzo del relato presentaba a la Virgen por un lado, a Jesús y a sus discípulos por otro, como dos grupos, que parecían llegar cada uno por su parte a la fiesta de la boda. Al final del episodio la Virgen, los hermanos y los discípulos de Jesús aparecen como un solo grupo, apretado en torno a él. Con mucha probabilidad el evangelista quiere decir que el motivo de esta fusión es la fe en Jesús, que han demostrado tanto la Virgen (v. 5) como los discípulos (v. 11). Más aún, en el plano de la fe no hay diferencias entre los parientes (la madre y los hermanos) y los discípulos 9h
Comenta M. Thurian: «Al final del relato, María y los discípulos forman la comunidad mesiánica, unida en la fe al Hijo de Dios que ha manifestado allí precisamente su gloria; allí está el núcleo de la iglesia en torno a su Señor…» (María, madre del Señor, figura de la Iglesia, 158).
CONCLUSIÓN. Para decir la última palabra sobre la presencia de María en Caná, volvamos al principio del episodio, que Juan introduce con la indicación al tercer día (v. 1). Este inciso, como hemos explicado, tiene la finalidad de encuadrar el primer signo de Jesús también en el tercer día de la pascua. Así pues, si el evangelista establece una relación entre la revelación de Caná y la pascua, se abre camino una conclusión. Lo que ocurre en Caná es una anticipación figurativa de lo que habrá de suceder de forma duradera y permanente cuando Jesús, al resucitar el tercer día de entre los muertos, inaugure la era pascual. Con la resurrección llega la hora de la nueva y eterna alianza de Dios con los hombres (Jn 14 20, 20,19). Es una hora cuya duración se extiende durante todo el tiempo de la historia.
En la economía de este tercer día que estamos viviendo también nosotros como criados y discípulos del Señor en el banquete de las bodas mesiánicas, María sigue siendo lo que fue en Caná. Como madre de Jesús, se muestra atenta en insinuarle las múltiples carencias que puede sufrir la mesa mística, que es nuestra vida de comunión con el Cristo-esposo (cf Jn 3,29; Ap 19,7.9; 21,2). Queda aquí un espacio muy amplio para toda forma de pobreza, tanto de cuerpo como de Espíritu: la falta de fe, el hambre del ejército inmenso de pobres, las injusticias sociales, las guerras, la prostitución del dinero, del sexo, de la droga…
Sugiriendo una vez más, sin descanso, su invitación saludable: «Haced lo que él os diga», María orienta la aventura de la fe hacia un éxito feliz. Sus palabras tienen que unirse con aquellas en las que Jesús declara: «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando» (Jn 15.14).
A. SERRA
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 347-358
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1. Esta acompañado de los siguientes complementos directos: «mi palabra» (Jn 8,5.52: 14,23: 15,20; 17,6: Ap 3,8): «la palabra de mi paciencia» (Ap 3,10); mis palabras» (Jn 14,24) «su palabra» (lJn 2,5): «su (= del Padre) palabra» (Jn 8,55): «las palabras de la profecía» (Ap 1,3 cf 22,7.9): «mis obras» (Ap 2,26): «mis mandamientos»(Jn 14,15 21; 15.10): «sus mandamientos» (lJn 2,3: 3,22.24: 5.3): «los mandamientos de Dios’ ‘(Ap 12.17); «los mandamientos de Dios y la fe de Jesús» (Ap 14,12). Sólo en Ap 3,3 el verbo mencionado está construido así: «Recuerda, pues, como has escuchado la palabra obsérvala y arrepientete…»
2. Jos 22, 24; Jc 11, 12;2S16, 10; 19,23; 1R 17,18; 2R 3, 13; 9,18.19; Jr 2,18; Jl 4,4.
3. Mc 1, 24; 5, 7; Mt 8, 29; Lc 4, 34; 8, 28.
4. La consigna de María a los criados de las bodas de Caná muestra una singular afinidad con la tarea que Jesús decide confiar a los apóstoles respecto a todas las naciones: «… Enseñándoles a observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,20a). Con una leve acomodación de términos, que no afecta a su esencia, podemos decir que la iglesia debe repetir al mundo este consejo: «Cuanto (el Señor) ha mandado, observadlo». Se puede descubrir entonces la consonancia profunda que hay entre estas palabras y la exhortación de María en Caná: «Cuanto él os d¡ga, hacedlo» (Jn 2,5). De lo que se deduce que tanto María como la iglesia se encuentran conduciendo a los hombres por el camino que lleva hacia el evangelio de Cristo. La relación entre Jn 2,5 y Mt 28,20a aparece más creíble por el hecho de que la aparición de Jesús a los discípulos (narrada por Mt 28,16-20) está modelada en diversos puntos según la teofanía de Yavé en el monte Sinaí. En la óptica mateana, el monte de Galilea donde aparece Jesús resucitado es el Sinaí de la nueva alianza.