LAS CONFESIONES – San Agustín de Hipona – Libro Noveno (9)

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El Libro Noveno de las Confesiones de san Agustín narra la vida de su Madre Mónica (Santa Mónica), su esfuerzos por llevar a su familia a Dios. Finalmente relata su muerte y el dolor que esta le causó.

https://youtu.be/jFsWZ_8TJOM

CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN.
San Agustín de Hipona.
LIBRO NOVENO. CAPÍTULO 1.

¡Oh Señor!, siervo tuyo soy e hijo de tu sierva. Rompiste mis ataduras, yo te sacrificaré una hostia de alabanza. Alábete mi corazón y mi lengua y que todos mis huesos digan: Señor, ¿quién semejante a ti? Díganlo, y que tú respondas y digas a mi alma: Yo soy tu salud.

¿Quién fui yo y qué tal fui? ¡Qué no hubo de malo en mis obras, o si no en mis obras, en mis palabras, o si no en mis palabras, en mis deseos! Mas tú, Señor, te mostrate bueno y misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con tu diestra el abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías.

Pero ¿dónde estaba durante aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no fue en un momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a tu carga ligera, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío? ¡Oh, qué dulce fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales cuanto temía entonces perderlas, tanto gustaba ahora de dejarlas! Porque tú las arrojabas de mí, ¡oh verdadera y sana dulzura!, tú las arrojabas, y en su lugar entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la sangre; más claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí.

Libre estaba ya mi alma de los devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho ante ti, ¡oh Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y salud mía.

CAPITULO 2.

Y me agradó en presencia tuya no romper tumultuosamente, sino substraer suavemente del mercado de la charlatanería el ministerio de mi lengua, para que en adelante los jóvenes que meditan no tu ley ni tu paz, sino engañosas locuras y contiendas forenses, no comprasen de mi boca armas para su locura. Y como casualmente faltaban poquísimos días para las vacaciones vendimiales, decidí aguantarlos para retirarme como de costumbre y, redimido por ti, no volver ya más a venderme.

Esta mi determinación era conocida de ti; de los hombres, sólo lo era de los míos. Y aun se había convenido entre nosotros no descubrirlo fácilmente a cualquiera, aunque ya tú a los que subíamos del valle de las lágrimas y cantábamos el cántico de los grados nos habías proveído de agudas saetas y carbones devastadores contra la lengua dolosa, que contradice aconsejando y consume amando, como sucede con la comida.

Asaeteado habías tú nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas; y los ejemplos de tus siervos, que de negros habías vuelto resplandecientes y de muertos vivos, recogidos en el seno de nuestro pensamiento, abrasaban y consumían nuestro grave torpor, para que no volviésemos atrás, y encendíannos fuertemente para que el viento de la contradicción de las lenguas dolosas no nos apagase, antes nos inflamase más ardientemente.

Sin embargo, como por causa de tu nombre, que has santificado en toda la tierra, había de tener también sus panegiristas nuestra decisión y propósito, parecía algo de jactancia no aguardar al tiempo tan cercano de las vacaciones, retirándome anticipadamente de aquella profesión pública y tan a la vista de todos, para que, ocupadas de mi resolución las lenguas de cuantos me vieran, dijesen muchas cosas de mí y que había querido adelantarme al día tan vecino de las vacaciones de las vendimias, como si quisiera pasar por un gran personaje. Y ¿qué bien me iba a mí en que se pensase y discutiese sobre mis intenciones y se blasfemase de nuestro bien?

Así que cuando en este mismo verano, debido al excesivo trabajo literario, había empezado a resentirse mi pulmón y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba herido y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada, me turbó algo al principio, por obligarme a dejar la carga de aquel magisterio casi por necesidad o, en caso de querer curar y convalecer, interrumpirlo ciertamente; mas cuando nació en mí y se afirmó la voluntad plena de vacar y ver que tú eres el Señor, tú lo sabes, Dios mío, que hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera presentado esta excusa, no falsa, que templase el sentimiento de los hombres, que por causa de sus hijos no querían verme nunca libre.

Lleno, pues, de tal gozo, toleraba aquel lapso de tiempo hasta que terminase-no sé si eran unos veinte días-; y tolerábalo ya con gran trabajo, porque se había ido la ambición que solía llevar conmigo este pesado oficio y me había quedado yo solo; por lo que hubiera sucumbido de no haber sucedido en lugar de aquélla la paciencia.

Tal vez dirá alguno de tus siervos, mis hermanos, que pequé en esto, porque, estando ya con el corazón lleno de deseos de servirte, sufrí estar una hora más siquiera sentado en la cátedra de la mentira. No porfiaré con ellos. Pero tú, Señor misericordiosísimo, ¿acaso no me has perdonado y remitido también este pecado con todos los demás, horrendos y mortales, en el agua santa del bautismo?

CAPITULO 3.

Angustiábase de pena Verecundo por este nuestro bien, porque veía que iba a tener que abandonar nuestra compañía a causa de los vínculos [matrimoniales] que le aprisionaban tenacísimamente. Aunque no cristiano, estaba casado con una mujer creyente; mas precisamente en ella hallaba el mayor obstáculo que le retraía de entrar en la senda que habíamos emprendido nosotros, pues no quería ser cristiano, decía, de otro modo de aquel que le era imposible.

Generosísimamente, sin embargo, nos ofreció, para cuanto tiempo estuviésemos allí que viviésemos en su finca. Tú, Señor, le retribuirás el día de la retribución de los justos con la gracia que ya le concediste. Porque estando nosotros ausentes, ya en Roma, atacado de una enfermedad corporal y hecho en ella cristiano y creyente, salió de esta vida. De este modo tuviste misericordia no sólo de él, sino también de nosotros para que, cuando pensásemos en el gran rasgo de generosidad que tuvo con nosotros este amigo, no nos viésemos traspasados de un insufrible dolor por no poder contarle entre los de tu grey.

Gracias te sean dadas, ¡oh Dios nuestro! Tuyos somos; tus exhortaciones y consuelos lo indican. ¡Oh fiel cumplidor de tus promesas!, da a Verecundo en pago de la estancia de su quinta de Casiciaco , en la que descansamos en ti de las congojas del siglo, la amenidad de tu paraíso eternamente verde, porque le perdonaste los pecados sobre la tierra en el monte de quesos, monte tuyo, monte fértil.

Angustiábase entonces, como digo, éste, mas alegrábase Nebridio con nosotros. Porque, aunque también éste -no siendo aún cristiano- había caído en el hoyo del perniciosísimo error de creer fantástica la carne de la Verdad, tu Hijo, ya, sin embargo, había salido de él, aunque permanecía sin imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu Iglesia, bien que investigador ardentísimo de la verdad.

No mucho después de nuestra conversión y regeneración por tu bautismo, hízose al fin católico fiel, sirviéndote a ti junto a los suyos en África en castidad y continencia perfectas; y después de haberse convertido a la fe cristiana por su medio toda su casa, librástele de los lazos de la carne, viviendo ahora en el seno de Abraham, sea lo que fuere lo que por dicho seno se significa. Allí vive mi Nebridio, dulce amigo mío y, de liberto, hijo adoptivo tuyo. Allí vive -porque ¿qué otro lugar convenía a un alma tal?-, allí vive, de donde solía preguntarme muchas cosas a mí, hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi boca, sino que pone su boca espiritual a tu fuente y bebe cuanto puede de la sabiduría según su avidez, sin término feliz. Mas no creo que así se embriague de ella que se olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de nosotros.

Así, pues, nos hallábamos, por una parte, consolando a Verecundo, que, sin daño de la amistad, se sentía triste de aquella nuestra conversión, exhortándole a la fe en su estado, esto es, en su vida conyugal; por otra, esperando a Nebridio a ver si nos seguía, que tan fácilmente lo podía y estaba ya casi a punto de hacerlo, cuando he aquí que por fin transcurrieron aquellos días, que me parecieron muchos y largos por el deseo de una libertad desocupada, para cantarte a ti de la medula de mis huesos: A ti dijo mi corazón: Busqué tu rostro, tu rostro, Señor, buscaré.

CAPITULO 4.

Por fin llegó el día en que debía ser absuelto de hecho de la profesión de retórico, de la que ya estaba suelto con el afecto; y así se hizo. Tú sacaste mi lengua de donde habías ya sacado mi corazón. Y bendecíate con gozo, con todos los míos, camino de la quinta de Verecundo; en donde qué fue lo que hice en el terreno de las letras, puestas ya a tu servicio, pero aún respirando, como en una pausa, la soberbia de la escuela, lo testifican los libros que discutí con los presentes y conmigo mismo a solas en tu presencia; de lo que traté con Nebridio, ausente, claramente lo indican las cartas habidas con él.

Pero ¿qué espacio de tiempo no necesitaría para recordar todos tus grandes beneficios para con nosotros en aquel tiempo, sobre todo teniendo prisa por llegar a otros mayores? Porque viéneme a la memoria -y me es dulce confesártelo, Señor- el recuerdo de los estímulos internos con que me domaste, y el modo como allanaste -humillados repetidas veces los montes y collados de mis pensamientos-, y cómo enderezaste mis sendas tortuosas y suavizaste mis esperanzas, así como también el modo como sometiste al mismo Alipio -el hermano de mi corazón- al nombre de tu Unigénito, Jesucristo, Señor y Salvador nuestro; el cual [Alipio] en un principio se desdeñaba de insertarlo en nuestros escritos, porque quería que oliesen más a los cedros de los gimnasios, que había ya quebrantado el Señor, que no a las saludables hierbas eclesiásticas, enemigas de las serpientes.

¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía novicio en tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía descansado en la quinta los salmos de David-cánticos de fe, sonidos de piedad, que excluyen todo espíritu hinchado -en compañía de Alipio, también catecúmeno, y de mi madre, que se nos había juntado con traje de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana! ¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la soberbia del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el mundo se cantan y que no hay nadie que se esconda de tu calor.

¡Con qué vehemente y agudo dolor me indignaba también contra los maniqueos, a los que compadecía grandemente, por ignorar aquellos sacramentos, aquellos medicamentos, y ensañarse contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen estado entonces en un lugar próximo y, sin saber yo que estaban allí, que hubieran visto mi rostro y oído mis clamores cuando leía el salmo 4 en aquel ocio y los efectos saludables que en mí obraba este salmo: Cuando yo te invoqué, tú me escucharte, ¡ oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me dilataste. Compadécete, Señor, de mí y escucha mi oración. ¡Oyéranme, digo -ignorando yo que me oían, para que no pensasen que lo decía por ellos-, las cosas que yo dije entre palabra y palabra; porque realmente ni yo dijera tales cosas, ni las dijera de este modo, de sentirme visto y escuchado de ellos; ni, aunque las dijese, serían recibidas así, como hablando yo conmigo mismo y dirigiéndome a mí en tu presencia en íntima efusión de los afectos de mi alma.

Me horroricé de temor y a la vez me enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh Padre! Y todas estas cosas salíanseme por los ojos y por la voz al leer las palabras que tu Espíritu bueno, vuelto a nosotros, nos dice: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo habéis de ser pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira?

También yo había amado la vanidad y buscado la mentira. Mas tú, Señor, habías ya glorificado a tu Santo, resucitándole de entre los muertos y colocándole a tu diestra, desde donde había de enviar, según su promesa, al Paráclito, el Espíritu de la Verdad. Y ciertamente ya lo había enviado, mas yo no lo sabía; ya le habías enviado, porque ya había sido glorificado, resucitando de entre los muertos y subiendo a los cielos, no habiendo sido antes dado el Espíritu por no haber sido aún glorificado Jesús.

Clama la profecía: ¿Hasta cuándo seréis pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la mentira? Mas sabed que el Señor ha glorificado ya a su santo. Clama: Hasta cuándo, clama: Sabed, y yo, sin saberlo tanto tiempo, amando la vanidad y buscando la mentira.

Por eso cuando lo oí me llené de temblor, porque veía que se decía a tales cual yo me reconocía haber sido; pues en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la vanidad y mentira.

Y proferí muchas cosas, duras y fuertes, en medio del dolor de mi recuerdo, las cuales ojalá hubieran escuchado los que aún aman la vanidad y buscan la mentira. Porque tal vez se conturbasen y vomitasen su error y tú les escuchases cuando clamaran a ti, porque por nosotros murió con muerte verdadera de carne quien interpela ante ti por nosotros.

Leía: Airaos y no queráis pecar. ¡Y cómo me sentía movido, Dios mío, yo, que había aprendido ya a airarme por las cosas pasadas, para no pecar más en adelante, y a airarme justamente, porque no era una naturaleza extraña, procedente de la gente de las tinieblas, la que en mí pecaba, como dicen los que no se aíran contra sí y atesoran ira para sí en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios.

Ni mis bienes eran ya exteriores, ni los buscaba a la luz de este sol con ojos carnales, porque los que quieren gozar externamente, fácilmente se hacen vanos y se desparraman por las cosas que se ven y son temporales y van con pensamiento famélico lamiendo sus imágenes. Pero ¡oh si se fatigasen de inedia y dijeran: ¿Quién nos mostrará las cosas buenas?, y nosotros les dijésemos y ellos nos oyeran: ¡Ha sido impresa sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor! Porque no somos nosotros la luz que ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por ti, a fin de que los que fuimos algún tiempo tinieblas seamos luz en ti.

¡Oh si viesen ellos aquella luz interna eterna que yo había visto! Y porque la había gustado, bramaba por no poder mostrársela si me presentaran su corazón en sus ojos, fuera de ti, y me dijesen: «¿Quién nos mostrará las cosas buenas?» Porque allí en donde yo me había airado interiormente, en mi corazón; donde yo había sentido la compunción y había sacrificado, dando muerte, a mi vetustez; donde, incoada la idea de mi renovación, confiaba en ti, allí me habías empezado a ser dulce y a dar alegría a mi corazón. Y clamaba leyendo estas cosas exteriormente y reconociéndolas interiormente; ni deseaba ya multiplicarme en bienes terrenos, devorando los tiempos y siendo devorado por ellos, teniendo como tenía en la eterna simplicidad otro trigo, otro vino y otro aceite.

Y clamaba en el siguiente verso con un profundo clamor de mi corazón: ¡Oh en paz!, ¡oh en el mismo!, ¡oh qué cosa dijo: Me acostaré y dormiré! Porque ¿quién nos resistirá cuando se cumpla la palabra que está escrita: La muerte ha sido cambiada en victoria?

Tú eres en sumo grado el mismo, porque no te mudas y en ti se halla el descanso que pone olvido de todos los trabajos; porque ningún otro hay contigo aún para alcanzar aquella otra multitud de cosas que no son lo que tú; mas tú solo, Señor, me has constituido en esperanza.

Leía yo esto y me inflamaba y no sabía qué hacer con aquellos sordomuertos, siendo yo de los cuales fui una peste, un perro rabioso y ciego que ladraba contra aquellas letras, melifluas por su miel de cielo y luminosas por tu luz, y me consumía contra los enemigos de estas Escrituras.

¿Cuándo podré yo recordar todas las cosas que pensé en aquellos días de retiro? Pero lo que no he olvidado, ni quiero pasar en silencio, es la aspereza de un azote tuyo y la admirable celeridad de tu misericordia.

Atormentásteme entonces con un dolor de muelas, y como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a la mente avisar a todos los míos, presentes, que orasen por mí ante ti, ¡oh Dios de toda salud! Escribí mi deseo en unas tablillas de cera y las di para que las leyeran. Luego, apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel dolor. ¡Y qué dolor! ¡Y cómo huyó! Llenéme de espanto, lo confieso, Dios mío y Señor mío. Nunca desde mi primera edad había experimentado cosa semejante.

De este modo insinuaste en lo más profundo de mí tus voluntades, y yo, gozoso en la fe, alabé tu nombre. Sin embargo, esta fe no me dejaba vivir tranquilo sobre mis pasados pecados, que todavía no me habían sido perdonados por no haber recibido aún tu bautismo.

CAPITULO 5.

Terminadas las vacaciones vendimiales, anuncié a los milaneses de que proveyesen a sus estudiantes de otro vendedor de palabras, porque, por una parte, había determinado consagrarme a tu servicio, y por otra, no podía atender a aquella profesión por la dificultad de la respiración y el dolor de pecho.

También insinué por escrito a tu obispo y santo varón Ambrosio mis antiguos errores y mi actual propósito, a fin de que me indicase qué era lo que principalmente debía leer de tus libros para prepararme y disponerme mejor a recibir tan grande gracia.

El me mandó que al profeta Isaías; creo que porque éste anuncia más claramente que los demás el Evangelio y vocación de los gentiles. Sin embargo, no habiendo entendido lo primero que leí y juzgando que todo lo demás sería lo mismo, lo dejé para volver a él cuando estuviese más ejercitado en el lenguaje divino.

CAPITULO 6.

Así que cuando llegó el tiempo en que debíamos «dar el nombre», dejando la quinta, retornamos a Milán.

Plugo también a Alipio renacer en ti conmigo, revestido ya de la humildad conveniente a tus sacramentos, y tan fortísimo domador de su cuerpo, que se atrevió, sin tener costumbre de ello, a andar con los pies descalzos sobre el suelo glacial de Italia.

Asociamos también con nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente de mi pecado. Tú, sin embargo, le habías hecho bien. Tenía unos quince años; mas por su ingenio iba delante de muchos graves y doctos varones. Dones tuyos eran éstos, te lo confieso, Señor y Dios mío, creador de todas las cosas y muy poderoso para dar forma a todas nuestras deformidades, pues yo en este niño no tenía otra cosa que el delito. Porque aun aquello mismo en que le instruíamos en tu disciplina, tú eras quien nos lo inspirabas, no ningún otro; dones tuyos, pues, eran, te lo confieso.

Hay un libro nuestro que se intitula Del Maestro: él es quien habla allí conmigo. Tú sabes que son suyos los conceptos todos que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de edad de dieciséis años. Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo; espantado me tenía aquel ingenio. Mas ¿quién fuera de ti podía ser autor de tales maravillas? Pronto le arrebataste de la tierra; con toda tranquilidad lo recuerdo ahora, no temiendo absolutamente nada por un hombre tal, ni en su puericia ni en su adolescencia. Asociámosle coevo en tu gracia, para educarle en tu disciplina; y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros el cuidado en que estábamos por nuestra vida pasada.

Yo no me hartaba en aquellos días, por la dulzura admirable que sentía, de considerar la profundidad de tu consejo sobre la salud del género humano. ¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas.

CAPÍTULO 7.

No hacía mucho que la iglesia de Milán había empezado a celebrar este género de consolación y exhortación, con gran entusiasmo de los hermanos, que los cantaban con la boca y el corazón. Es a saber: desde hacía un año o poco más, cuando Justina, madre del emperador Valentiniano, todavía niño, persiguió, por causa de su herejía -a 1a que había sido inducida por los arrianos-, a tu varón Ambrosio. Velaba la piadosa plebe en la iglesia, dispuesta a morir con su Obispo, tu siervo.

Allí se hallaba mi madre, tu sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para la oración. Nosotros, todavía fríos, sin el calor de tu Espíritu, nos sentíamos conmovidos, sin embargo, por la ciudad, atónita y turbada.

Entonces fue cuando se instituyó que se cantasen himnos y salmos, según la costumbre oriental, para que el pueblo no se consumiese del tedio de la tristeza. Desde ese día se ha conservado hasta el presente, siendo ya imitada por muchas, casi por todas tus iglesias, en las demás regiones del orbe.

Entonces fue cuando por medio de una visión descubriste al susodicho Obispo el lugar en que yacían ocultos los cuerpos de San Gervasio y San Protasio, que tú habías conservado incorruptos en el tesoro de tu misterio tantos años, a fin de sacarlos oportunamente para reprimir una rabia femenina y además regia.

Porque habiendo sido descubiertos y desenterrados, al ser trasladados con la pompa conveniente a la basílica ambrosiana, no sólo quedaban sanos los atormentados por los espíritus inmundos, confesándolo los mismos demonios, sino también un ciudadano, ciego hacía muchos años y muy conocido en la ciudad, quien, como preguntara la causa de aquel alegre alboroto del pueblo y se lo indicasen, dio un salto y rogó a su lazarillo que le condujera al lugar; llegado allí, suplicó se le concediese tocar con el pañuelo el féretro de tus santos, cuya muerte había sido preciosa en tu presencia. Hecho esto, y aplicado después a los ojos, recobró al instante la visita.

Al punto corrió la fama del hecho, y al punto sonaron tus alabanzas, fervientes y luminosas, con lo que si el ánimo de aquella adversaria no se acercó a la salud de la fe, se reprimió al menos en su furor de persecución.

¡Gracias te sean dadas, Dios mío! Pero ¿de dónde y por dónde has traído a mi memoria para que también te confiese estas cosas que, aunque grandes, las había olvidado, pasándolas de largo?

Y, sin embargo, con exhalar entonces de ese modo un olor tal tus ungüentos, no corríamos tras de ti. Por eso lloraba tan abundantemente en medio de los cánticos de tus himnos: al principio suspirando por ti y luego respirando, cuanto lo sufre el aire en una «casa de heno».

CAPITULO 8.

Tú, que haces morar en una misma casa a los de un solo corazón, nos asociaste también a Evodio, joven de nuestro municipio, quien, militando como «agente de negocios», se había antes que nosotros convertido a ti y bautizado y, abandonada la milicia del siglo, se había alistado en la tuya.

Juntos estábamos, y juntos, pensando vivir en santa concordia, buscábamos el lugar más a propósito para servirte, y juntos regresábamos al África. Mas he aquí que estando en Ostia Tiberina murió mi madre.

Muchas cosas paso por alto, porque voy muy de prisa, Recibe mis confesiones y acciones de gracias, Dios mío, por las innumerables cosas que paso en silencio. Mas no callaré lo que mi alma me sugiera de aquella tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la luz temporal y en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a sí misma ni a sí misma se había educado. Tú fuiste quien la creaste, pues ni su padre ni su madre sabían cómo saldría de ellos; la Vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en tu temor en una casa creyente, miembro bueno de tu Iglesia.

Ni aun ella misma ensalzaba tanto la diligencia de su madre en educarla cuanto la de una decrépita sirvienta, que había llevado a su padre siendo niño a la espalda, al modo como suelen hoy llevarlos las muchachas ya mayores a la espalda.

Por esta razón, y por su ancianidad y óptimas costumbres, era muy honrada de los señores en aquella cristiana casa, razón por la cual tenía ella misma mucho cuidado de las señoritas hijas que le habían encomendado, siendo en reprimirlas, cuando era menester, vehemente con santa severidad y muy prudente en enseñarlas. Porque fuera de aquellas horas en que comían muy moderadamente a la mesa de sus padres, aunque se abrasasen de sed, ni aun agua les dejaba beber, precaviendo con esto una mala costumbre y añadiendo este saludable aviso: «Ahora bebéis agua porque no podéis beber vino; mas cuando estéis casadas y seáis dueñas de la bodega y despensa, no os tirará el agua, pero prevalecerá la costumbre de beber».

Y con este modo de mandar y la autoridad que tenía para imponerse, refrenaba el apetito en aquella tierna edad y ajustaba la sed de aquellas niñas a la norma de la honestidad, para que no les agradase lo que no les convenía.

Y, sin embargo, llegó a filtrarse en ella -según me contaba a mí, su hijo, tu sierva-, llegó a filtrarse en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la parte superior de aquélla, antes de echar el vino en la botella sorbía con la punta de los labios un poquito, no más por rechazárselo el gusto. Porque no hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos desbordantes de la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco todos los días a aquel poco cotidiano, vino a caer -porque el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco viene a caer -en aquella costumbre, hasta llegar a beber con gusto casi la copa llena.

¿Dónde estaba entonces aquella sagaz anciana y aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía algo contra la enfermedad oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros? Porque aunque ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente, tú, que nos has criado, que nos llamas y que te sirves de nuestros propósitos para hacernos algún bien para la salud de nuestras almas. ¿Qué fue lo que entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante insulto de otra alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe sanaste aquella postema?

Porque discutiendo cierto día la criada que solía bajar a la bodega con la señorita, como ocurre con frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con acerbísimo insulto, llamándola borrachina. Herida ésta con tal insulto, comprendió la fealdad de su pecado, y al instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo que tú retribuyes, sino la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que pretendía era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente fue o porque así las sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o porque no padeciese ella por haberlo descubierto tan tarde. Pero tú, Señor, gobernador de las cosas del cielo y de la tierra, convirtiendo para tus usos las cosas profundas del torrente, el flujo de los siglos ordenadamente turbulento, aun con la insania de una alma sanaste a otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo atribuya a su poder, si por su medio se corrige alguien a quien desea corregir.

CAPITULO 9.

Así, pues, educada púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti, luego que llegó plenamente a la edad núbil fue dada {en matrimonio} a un varón, a quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades, que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.

Era éste, además, si por una parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; mas tenía ésta cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se había enfadado más de lo justo.

Finalmente, cuando muchas matronas, que tenían maridos más mansos que ella, traían las rostros afeados con las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus charlas amigables, ésta, achacándolo a su lengua, advertíales seriamente entre bromas que desde el punto que oyeron leerlas las tablas llamadas matrimoniales debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas de éstos; y así recordando esta su condición, no debían ensoberbecerse contra sus señores. Y como se admirasen ellas, sabiendo lo feroz que era el marido que tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que Patricio maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno de la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta, que es como dije arriba. Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las que no la seguían, esclavizadas, eran maltratadas.

También a su suegra, al principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró vencerla de tal modo con obsequios y continua tolerancia y mansedumbre, que ella misma espontáneamente manifestó a su hijo qué lenguas chismosas de las criadas eran las que turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las castigase. Y así, después que él, ya por complacer a la madre, ya por conservar la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los suyos, castigó con azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta que tales premios debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le dijesen algo malo de su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y memorable armonía.

Igualmente a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!, le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas.

Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchedumbre de gentes -por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de pecados- que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contrario, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas hablando bien.

Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón.

Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida, no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel.

Era, además, sierva de tus siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su santa conversación.

Había sido mujer de un solo varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y tenía el testimonio de las buenas obras, y había nutrido a sus hijos, pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.

Por último, Señor, ya que por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de todos nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos, recibida ya la gracia del bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese hija de cada uno de nosotros.

CAPITULO 10.

Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida -que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos-, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.

Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió. Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente -de la fuente de vida que está en ti – para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa tan grande.

Y como llegara nuestro discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida no sólo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado, levantándonos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo, recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.

Y subimos todavía más arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la verdad, y es la vida la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno.

Y mientras hablábamos y suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro corazón; y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí sin envejecerse y renueva todas las cosas.

Y decíamos nosotros: Si hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las imágenes de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun el alma misma callase y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen los sueños y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda lengua, todo signo y todo cuanto se hace pasando – puesto que todas estas cosas dicen a quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que nos ha hecho el que permanece eternamente -; si, dicho esto, callasen, dirigiendo el oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino por sí mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz de ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le oyéramos a él mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este estado se continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy inferior, y esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a su contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento de intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el Entra en el gozo de tu Señor? Mas ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos, bien que no todos seamos inmutados?

Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas -y a medida que hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus deleites-, díjome ella: «Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy, aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?».

CAPITULO 11.

No recuerdo yo bien qué respondí a esto; pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, quedando por un poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, díjonos, como quien pregunta algo: «¿Dónde estaba?» Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto, mas mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, reprendióle con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis». Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.

Mas yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú infundes en el corazón de tus fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias recordando lo que sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él concordísimamente, así quería también -cosa muy propia del alma humana menos deseosa de las cosas divinas- tener aquella dicha y que los hombres recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido la gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.

Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a dejar de ser en su corazón, por la plenitud de tu bondad; alegrábame, sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en su patria al decir: «¿Qué hago ya aquí?» También oí después que, estando yo ausente, como cierto día conversase con unos amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer -porque tú se la habías dado-, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad, respondió: «Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme»

Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.

CAPITULO 12.

Cerraba yo sus ojos, mas una tristeza inmensa afluía a mi corazón, y ya iba a resolverse en lágrimas, cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma, resorbían su fuente hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; mas reprimido por todos nosotros, calló. De ese modo era también reprimido aquello que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, con la voz juvenil, la voz del corazón, y callaba. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente deplorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida y otros argumentos ciertos.

¿Y qué era lo que interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?

Cierto es que me llenaba de satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su última enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la menor palabra dura o contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor nuestro, este honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había servido? Por eso, porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola con la suya.

Reprimido, pues, que hubo su llanto el niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar -respondiéndole toda la casa- el salmo Misericordia y justicia te cantaré, Señor. Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos hermanos y religiosas mujeres, y mientras los encargados de esto preparaban las cosas de costumbre para el entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos que no habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas propias de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi tormento, conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me creían sin sentimiento de dolor.

Mas en tus oídos, en donde ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y reprimía aquel torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente me arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han de suceder por el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me dolía de mi dolor con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.

Cuando llegó el momento de levantar el cadáver, acompañámosle y volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el sacrificio de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré, sino que todo el día anduve interiormente muy triste, pidiéndote, como podía, con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que yo creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este documento, qué fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se alimentan ya de vanas palabras.

Asimismo me pareció bien tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño (bálneo, en latín) venía de los griegos, quienes le llamaron bálanion (= arrojar), por creer que arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí -lo confieso a tu misericordia, ¡oh Padre de los huérfanos! que, habiéndome bañado, me hallé después del baño como antes de bañarme. Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su tristeza.

Después me quedé dormido; desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando solo como estaba en mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos verídicos de tu Ambrosio. Porque

Tú eres, Dios, criador de cuanto existe,
del mundo supremo gobernante,
que el día vistes de luz brillante,
de grato sueño la noche triste;
a fin de que a los miembros rendidos
el descanso al trabajo prepare,
y las mentes cansadas repare,
y los pechos de pena oprimidos.

Mas de aquí poco a poco tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa conversación, piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas. a las lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran, extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.

Y ahora, Señor, te lo confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y si hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi madre muerta entonces a mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para que yo viviese a los tuyos, no se ría; antes, si es mucha su caridad, llore por mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo.

CAPITULO 13.

Mas sanado ya mi corazón de aquella herida, en la que podía reprocharse lo carnal del afecto, derramo ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu sierva: las que brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean a toda alma que muere en Adán. Porque, aun cuando mi madre, vivificada en Cristo, primero de romper los lazos de la carne, vivió de tal modo que tu nombre es alabado en su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin embargo, a decir que, desde que fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca palabra alguna contra tu precepto. Porque la Verdad, tu Hijo, tiene dicho: Quien llamare a su hermano necio será reo del fuego del infierno, y ¡ay de la vida de los hombres, por laudable que sea, si tú la examinas dejando a un lado la misericordia! Mas porque sabemos que no escudriñas hasta lo último nuestros delitos, vehemente y confiadamente esperamos ocupar un lugar contigo. Porque quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿qué otra cosa enumera sino tus dones? ¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y quien se gloría se gloriase en el Señor!

Así, pues, alabanza mía, y vida mía, y Dios de mi corazón; dejando a un lado por un momento sus buenas acciones, por las cuales gozoso te doy gracias, pídate ahora perdón por los pecados de mi madre. Óyeme por la Medicina de nuestras heridas, que pendió del leño de la cruz, y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por nosotros. Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las deudas a sus deudores; perdónale también tú sus deudas, si algunas contrajo durante tantos años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te suplico, y no entres en juicio con ella. Triunfe la misericordia sobre la justicia, porque tus palabras son verdaderas y prometiste misericordia a los misericordiosos, aunque lo sean porque tú se lo das, tú que tienes compasión de quien la tuviere y prestas misericordia a quien fuere misericordioso.

Yo bien creo que has hecho ya con ella lo que te pido; mas deseo aprobéis, Señor, los deseos de mi boca. Porque estando inminente el día de su muerte, no pensó aquélla en enterrar su cuerpo con gran pompa o que fuese embalsamado con preciosas esencias, ni deseó un monumento escogido, ni se cuidó del sepulcro patrio. Nada de esto nos ordenó, sino únicamente deseó que nos acordásemos de ella ante el altar del Señor, al cual había servido sin dejar ningún día, sabiendo que en él es donde se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la escritura que había contra nosotros, y vencido el enemigo que cuenta nuestros delitos y busca de qué acusarnos, no hallando nada en aquel en quien nosotros vencemos.

¿Quién podrá devolverle su sangre inocente? ¿Quién restituirle el precio con que nos compró, para arrancarnos de aquél? A este sacramento de nuestro precio ligó tu sierva su alma con el vínculo de la fe. Nadie la aparte de tu protección. No se interponga, ni por fuerza ni por insidia, el león o el dragón. Porque no dirá ella que no debe nada, para ser convencida y presa del astuto acusador, sino que sus deudas le han sido perdonadas por aquel a quien nadie podrá devolvedle lo que no debiendo por nosotros dio por nosotros.

Sea, pues, en paz con su marido, antes del cual y después del cual no tuvo otro; a quien sirvió, ofreciéndote a ti el fruto con paciencia, a fin de lucrarle para ti. Mas inspira, Señor mío y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos, mis señores, a quienes sirvo con el corazón, con la palabra y con la pluma, para que cuantos leyeren estas cosas se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva, y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta vida no sé cómo. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en el seno de la madre Católica, y mis ciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira la peregrinación de tu pueblo desde su salida hasta su regreso, a fin de que lo que aquélla me pidió en el último instante le sea concedido más abundantemente por las oraciones de muchos con estas mis Confesiones, que no por mis solas oraciones.





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