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LAS CONFESIONES – San Agustín de Hipona – Libro Octavo (8)

El Libro Octavo de las Confesiones de san Agustín describe la forma extraordinaria en que Dios le lleva a la conversión definitiva y nos narra su admiración por la vida de san Antonio Abad.

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Las Confesiones de san Agustín es la autobiografía de san Agustín de Hipona de sus primeros 40 años de vida y sobre todo de su conversión radical al cristianismo.

CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN. San Agustín de Hipona.

LIBRO OCTAVO. CAPÍTULO 1.

¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti? Rompiste mis ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio de alabanza. Contaré cómo las rompiste, y todos los que te adoran dirán cuando lo oigan: Bendito sea el Señor en el cielo y en la tierra; grande y admirable es el nombre suyo.

Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti. Cierto estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en enigma y como en espejo, y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia incorrup tible, por proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era estar más cierto de ti, sino más estable en ti.

En cuanto a. mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja levadura, y hasta me agradaba el camino -el Salvador mismo-; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces.

Tú me inspiraste entonces la idea -que me pareció excelente- de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído también de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya anciano, parecíame que en edad tan larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferir con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu senda.

Porque veía yo llena a tu Iglesia y que uno iba por un camino y otro por otro.

En cuanto a mí, disgustábame lo que hacía en el siglo y me era ya carga pesadísima, no encendiéndome ya, como solían, los apetitos carnales, con la esperanza de honores y riquezas, a soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de estas cosas me deleitaba ya en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que ya amaba, mas sentíame todavía fuertemente ligado a la mujer; y como el Apóstol no me prohibía casarme, bien que me exhortara a seguir lo mejor al desear vivísimamente que todos los hombres fueran como él, yo, como más flaco, escogía el partido más fácil, y por esta causa me volvía tardo en las demás cosas y me consumía con agotadores cuidados por verme obligado a reconocer en aquellas cosas que yo no quería padecer algo inherente a la vida conyugal, a la cual entregado me sentía ligado.

Había oído de boca de la Verdad que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por el reino de los cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo. Vanos son ciertamente todos los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y que por las cosas que se ven, no pudieron hallar al que es. Pero ya había salido de aquella vanidad y la había traspasado, y por el testimonio de la creación entera te había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en ti y contigo un solo Dios, por quien creaste todas las cosas.

Otro género de impíos hay: el de los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le dieron gracias. También había caído yo en él; mas tu diestra me recibió y sacó de él y me puso en lugar en que pudiera convalecer, porque tú has dicho al hombre: He aquí que la piedad es la sabiduría y No quieras parecer sabio, porque los que se dicen ser sabios son vueltos necios.

Ya había hallado yo, finalmente, la margarita preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo que tenía. Pero vacilaba.

CAPÍTULO 2.

Me encaminé, pues, a Simpliciano, padre en la colación de la gracia bautismal del entonces obispo Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente como á padre. Contéle los asendereados pasos de mi error; mas cuando le dije haber leído algunos libros de los platónicos, que Victorino, retórico en otro tiempo de la ciudad de Roma -y del cual había oído decir que había muerto cristiano-, había vertido a la lengua latina, me felicitó por no haber dado con las obras de otros filósofos, llenas de falacias y engaños, según los elementos de este mundo, sino con éstos en los cuales se insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.

Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este doctísimo anciano -peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había leído y juzgado tantas obras de filósofos-, maestro de tantos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano (cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo); venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando propicios ya «a los dioses monstruos de todo género y a Anubis el ladrador», que en otro tiempo «habían estado en armas contra Neptuno y Venus y contra Minerva», y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la cruz.

¡Oh Señor, Señor!, que inclinaste los cielos y descendiste tocaste los montes y humearon, ¿de qué modo te insinuaste en aquel corazón?

Leía -al decir de Simpliciano- la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: «¿Sabes que ya soy cristiano?» A lo cual respondía aquél: «No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo». A lo que éste replicaba burlándose: «Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?» Y esto de que «ya era cristiano» lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél «la burla de las paredes».

Y era que temía ofender a sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que desde la cima de su babilónica dignidad, como cedros del Líbano aún no quebrantados por el Señor, habían de caer sobre él sus terribles enemistades. Pero después que, leyendo y suplicando ardientemente, se hizo fuerte y temió ser «negado por Cristo delante de sus ángeles si él temía confesarle delante de los hombres y le pareció que era hacerse reo de un gran crimen avergonzarse de «los sacramentos de humildad» de tu Verbo, no avergonzándose de «los sagrados sacrilegios» de los soberbios demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había recibido, se avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a Simpliciano, según éste mismo contaba: «Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano.» Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una vez instruido en los primeros sacramentos de la religión, «dio su nombre para ser» -no mucho después- regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de la Iglesia. Veíanle los soberbios y llenábanse de rabia, rechinaban sus dientes y se consumían; mas tu siervo había puesto en el Señor Dios su esperanza y no atendía a las vanidades y locuras engañosas.

Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras retenidas de memoria y desde un lugar eminente), ofrecieron los sacerdotes a Victorino -decía aquél [Simpliciano]- que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza. Mas él prefirió confesar su salud en presencia de la plebe santa. Porque ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus discursos!

Así que, tan pronto como subió para hacer la profesión, todos, unos a otros, cada cual según le iba conociendo, murmuraban su nombre con un murmullo de gratulación -y ¿quién había allí que no le conociera?- y un grito reprimido salió de la boca de todos los que con él se alegraban: «Victorino, Victorino.» Presto gritaron por la alegría de verle, mas presto callaron por el deseo de oírle. Hizo la profesión de la verdadera fe con gran entereza, y todos querían arrebatarle dentro de sus corazones, y realmente le arrebataban amándole y gozándose de él, que éstas eran las manos de los que le arrebataban.

CAPÍTULO 3.

¡Dios bueno!, ¿qué es lo que pasa en el hombre para que se alegre más de la salud de un alma desahuciada y salvada del mayor peligro que si siempre hubiera ofrecido esperanzas o no hubiera sido tanto el peligro? También tú, Padre misericordioso, te gozas más de un penitente que de noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia; y nosotros oímos con grande alegría el relato de la oveja descarriada, que es devuelta al redil en los alegres hombros del Buen Pastor, y el de la dracma, que es repuesta en tus tesoros después de los parabienes de las vecinas a la mujer que la halló. Y lágrimas arranca de nuestros ojos el júbilo de la solemnidad de tu casa cuando se lee en ella de tu hijo menor que era muerto y revivió, había perecido y fue hallado.

Y es que tú te gozas en nosotros y en tus ángeles, santos por la santa caridad, pues tú eres siempre el mismo, por conocer del mismo modo y siempre las cosas que no son siempre ni del mismo modo.

Pero ¿qué ocurre en el alma para que ésta se alegre más con las cosas encontradas o recobradas, y que ella estima, que si siempre las hubiera tenido consigo? Porque esto mismo testifican las demás cosas y llenas están todas ellas de testimonios que claman: «Así es.»

Triunfa victorioso el emperador, y no venciera si no peleara; mas cuanto mayor fue el peligro de la batalla, tanto mayor es el gozo del triunfo.

Combate una tempestad a los navegantes y amenaza tragarlos, y todos palidecen ante la muerte que les espera; serénanse el cielo y la mar, y alégranse sobremanera, porque temieron sobremanera.

Enferma una persona amiga y su pulso anuncia algo fatal, y todos los que la quieren sana enferman con ella en el alma; sale del peligro, y aunque todavía no camine con las fuerzas de antes, hay, ya tal alegría entre ellos como no la hubo antes, cuando andaba sana y fuerte.

Aun los mismos deleites de la vida humana, ¿no los sacan los hombres de ciertas molestias, no impensadas y contra voluntad, sino buscadas y queridas? Ni en la comida ni en la bebida hay placer si no precede la molestia del hambre y de la sed. Y los mismos bebedores de vino, ¿no suelen comer antes alguna cosa salada que les cause cierto ardor molesto, el cual, al ser apagado con la bebida, produce deleite? Y cosa tradicional es entre nosotros que las desposadas no sean entregadas inmediatamente a sus esposos, para que no tenga a la que se le da por cosa vil, como marido, por no haberla suspirado largo tiempo como novio.

Y esto mismo acontece con le deleite torpe y execrable, esto con el lícito y permitido, esto con la sincerísima honestidad de la amistad, y esto lo que sucedió con aquel que era muerto y revivió, se había perdido y fue hallado, siendo siempre la mayor alegría precedida de mayor pena.

¿Qué es esto, Señor, Dios mío? ¿En qué consiste que, siendo tú gozo eterno de ti mismo y gozando siempre de ti algunas criaturas que se hallan junto a ti, se halle esta parte inferior del mundo sujeta a alternativas de adelantos y retrocesos, de uniones y separaciones? ¿Es acaso éste su modo de ser y lo único que le concediste cuando desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de la tierra, desde el principio de los tiempos hasta el fin de los siglos, desde el ángel hasta el gusanillo y desde el primer movimiento hasta el postrero, ordenaste todos los géneros de bienes y todas tus obras justas, cada una en su propio lugar y tiempo?

¡Ay de mí! ¡Cuán elevado eres en las alturas y cuán profundo en los abismos! A ninguna parte te alejas y, sin embargo, apenas si logramos volvernos a ti.

CAPÍTULO 4.

Ea, Señor, manos a la obra; despiértanos y vuelve a llamarnos, enciéndenos y arrebátanos, derrama tus fragancias y sénos dulce: amemos, corramos.

¿No es cierto que muchos se vuelven a ti de un abismo de ceguedad más profundo aún que el de Victorino, y se acercan a ti y son iluminados, recibiendo aquella luz, con la cual, quienes la reciben, juntamente reciben la potestad de hacerse hijos tuyos?

Mas si éstos son poco conocidos de los pueblos, poco se gozan de ellos aun los mismos que les conocen; pero cuando el gozo es de muchos, aun en los particulares es más abundante, por enfervorizarse y encenderse unos con otros.

A más de esto, los que son conocidos de muchos sirven a muchos de autoridad en orden a la salvación, yendo delante de muchos que los han de seguir; razón por la cual se alegran mucho de tales convertidos aun los mismos que les han precedido, por no alegrarse de ellos solos.

Lejos de mí pensar que sean en tu casa más aceptas las personas de los ricos que las de los pobres y las de los nobles más que las de los plebeyos, cuando más bien elegiste las cosas débiles para confundir las fuertes, y las innobles y despreciadas de este mundo y las que no tienen ser como si lo tuvieran, para destruir las que son.

No obstante esto, el mínimo de tus apóstoles, por cuya boca pronunciaste estas palabras, habiendo abatido con su predicación la soberbia del procónsul Pablo y sujetándole al suave yugo del gran Rey, quiso en señal de tan insigne victoria cambiar su nombre primitivo de Saulo en Paulo. Porque más vencido es el enemigo en aquel a quien más tiene preso y por cuyo medio tiene a otros muchos presos; porque muchos son los soberbios que tienen presos por razón de la nobleza; y de éstos, a su vez, muchos por razón de su autoridad.

Así que cuanto con más gusto se pensaba en el pecho de Victorino -que como fortaleza inexpugnable había ocupado el diablo y con cuya lengua, como un dardo grande y agudo, había dado muerte a muchos-, tanto más abundantemente convenía se alegrasen tus hijos, por haber encadenado nuestro Rey al fuerte y ver que sus vasos, conquistados, eran purificados y destinados a tu honor, convirtiéndolos así en instrumentos del Señor para toda buena obra.

CAPÍTULO 5.

Mas apenas me refirió tu siervo Simpliciano estas casas de Victorino, encendíme yo en deseos de imitarle, como que con este fin me las había también él narrado. Pero cuando después añadió que en tiempos del emperador Juliano, por una ley que se dio, se prohibió a los cristianos enseñar literatura y oratoria, y que aquél„ acatando dicha ley, prefirió más abandonar la verbosa escuela que dejar a tu Verbo, que hace elocuentes las lenguas de los niños que aún no hablan, no me pareció tan valiente corno afortunado por haber hallado ocasión de consagrarse a ti, cosa por la que yo suspiraba, ligado no con hierros extraños, sino por mi férrea voluntad.

Poseía mi querer el enemigo, y de él había hecho una cadena con la que me tenía aprisionado. Porque de la voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido procede la costumbre, y de la costumbre no contradecida proviene la necesidad; y con estos a modo de anillos enlazados entre sí -por lo que antes llamé cadena- me tenía aherrojado en dura esclavitud. Porque la nueva voluntad que había empezado a nacer en mí de servirte gratuitamente y gozar de ti, ¡oh Dios mío!, único gozo cierto, todavía no era capaz de vencer la primera, que con los años se había hecho fuerte. De este modo las dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban entre sí y discordando destrozaban mi alma

Así vine a entender por propia experiencia lo que había leído de cómo la carne apetece contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, estando yo realmente en ambos, aunque más yo en aquello que aprobaba en mí que no en aquello que en mí desaprobaba; porque en aquello más había ya de no yo, puesto que en su mayor parte más padecía contra mi voluntad que obraba queriendo.

Con todo, de mí mismo provenía la costumbre que prevalecía contra mí, porque queriendo había llegado a donde no quería. Y ¿quién hubiera podido replicar con derecho, siendo justa la pena que se sigue al que peca?

Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía, despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la verdad; porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos.

De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo -y a juicio de todos es mejor velar que dormir-, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.

Ya no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará Cristo; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas: Ahora… En seguida… Un poquito más. Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba prolongando.

En vano me deleitaba en tu Ley, según el hombre interior, luchando en mis miembros otra ley contra la ley de mi espíritu, y teniéndome cautivo bajo la ley del pecado existente en mis miembros. Porque ley del pecado es la fuerza de la costumbre, por la que es arrastrado y retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo castigo de haberse dejado caer en ella voluntariamente.

¡Miserable, pues, de mí!, ¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia, por Cristo nuestro Señor?

CAPÍTULO 6.

También narraré de qué modo me libraste del vínculo del deseo del coito, que me tenía estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares, y confesaré tu nombre, ¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío. Hacía las cosas de costumbre con angustia creciente y todos los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia, cuanto me dejaban libre los negocios, bajo cuyo peso gemía.

Conmigo estaba Alipio, libre de la ocupación de los jurisconsultos después de la tercera asesoración, aguardando a quién vender de nuevo sus consejos, como yo vendía la facultad de hablar, si es que alguna se puede comunicar con la enseñanza.

Nebridio, en cambio, había cedido a nuestra amistad, auxiliando en la enseñanza a nuestro íntimo y común amigo Verecundo, ciudadano y gramático de Milán, que deseaba con vehemencia y nos pedía, a título de amistad, un fiel auxiliar de entre nosotros, del que estaba muy necesitado.

No fue, pues, el interés lo que movió a ello a Nebridio -que mayor lo podría obtener si quisiera enseñar las letras-, sino que no quiso este amigo dulcísimo y mansísimo desechar nuestro ruego en obsequio a la amistad. Mas hacía esto muy prudentemente, huyendo de ser conocido de los grandes personajes del mundo, evitando con ello toda preocupación de espíritu, que él quería tener libre y lo más desocupado posible para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.

Mas cierto día que estaba ausente Nebridio -no sé por qué causa- vino a vernos a casa, a mí y a Alipio, un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros.

Sentámonos a hablar, y por casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Tomóle, abrióle, y halló ser, muy sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era cristiano y fiel, y muchas veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con frecuentes y largas oraciones.

Y como yo le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que como él advirtiera, detúvose en la narración, dándonos a conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia.

Estupefactos quedamos oyendo tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos: nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.

De aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenas hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos.

Alargábase Ponticiano y se extendía más y más, oyéndole nosotros atentos en silencio. Y de una cosa en otra vino a contarnos cómo en cierta ocasión, no sé cuando, estando en Tréveris, salió él con tres compañeros, mientras el emperador se hallaba en los juegos circenses de la tarde, a dar un paseo por los jardines contiguos a las murallas, y que allí pusiéronse a pasear juntos de dos en dos al azar, uno con él por un lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.

Caminando éstos sin rumbo fijo, vinieron a dar en una cabaña en la que habitaban ciertos siervos tuyos, pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos. En ella hallaron un códice que contenía escrita la Vida de San Antonio, la cual comenzó uno de ellos a leer, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar, mientras leía, en abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del mundo, servirte a ti solo.

Eran estos dos cortesanos de los llamados agentes de negocios. Lleno entonces repentinamente de un amor santo y casto pudor, airado contra sí y fijos los ojos en su compañero, le dijo: «Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con todos estos nuestros trabajos? ¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el fin de nuestra milicia? ¿Podemos aspirar a más en palacio que a amigos del César? Y aun en esto mismo, ¿qué no hay de frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no hay que pasar para llegar a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo sucederá? En cambio, si quiero, ahora mismo puedo ser amigo de Dios.» Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva vida, volvió los ojos al libro y leía y se mudaba interiormente, donde tú le veías, y desnudábase su espíritu del mundo, como luego se vio.

Porque mientras leyó y se agitaron las olas de su corazón, lanzó algún bramido que otro, y discernió y decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo: «Yo he roto ya con aquella nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y esto lo quiero comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no quieres imitarme, no quieras contrariarme.»

Respondió éste que «quería juntársele y ser compañero de tanta merced y tan gran milicia». Y ambos tuyos ya comenzaron a edificar la torre evangélica con las justas expensas del abandono de todas las cosas y de tu seguimiento.

Entonces Ponticiano y su compañero, que paseaban por otras partes de los jardines, buscándoles, dieron también en la misma cabaña, y hallándoles les advirtieron que retornasen, que era ya el día vencido. Entonces ellos, refiriéndoles su determinación y propósito y el modo cómo había nacido y confirmádose en ellos tal deseo, les pidieron que, si no se les querían asociar, no les fueran molestos. Mas éstos, en nada mudados de lo que antes eran, lloráronse a sí mismos según decía, y les felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus oraciones; y poniendo su corazón en la tierra se volvieron a palacio; mas aquéllos, fijando el suyo en el cielo, se quedaron en la cabaña.

Y los dos tenían prometidas; pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron también su virginidad.

CAPÍTULO 7.

Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso.

Veíame y llenábame de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba apartar la vista de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi iniquidad y la odiase. Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y olvidaba.

Pero entonces, cuanto más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía relatar tan saludables afectos por haberse dado totalmente a ti para que los sanases, tanto más execrablemente me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque muchos años míos habían pasado sobre mí -unos doce aproximadamente- desde que en el año diecinueve de mi edad, leído el Hortensio, me había sentido excitado al estudio de la sabiduría, pero difería yo entregarme a su investigación, despreciada la felicidad terrena, cuando no ya su invención, pero aun sola su investigación debería ser antepuesta a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la mayor abundancia de placeres.

Mas yo, joven miserable, sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora», pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir. Y continué por las sendas perversas de la superstición sacrílega, no como seguro de ella, sino como dándole preferencia sobre las demás, que yo no buscaba piadosamente, sino que hostilmente combatía.

Y pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: «¿Dónde está lo que decías? ¡Ah! Tú decías que por la incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la carga de tu vanidad. He aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime aún aquélla, en tanto que otros, que ni se han consumido tanto en su investigación ni han meditado sobre ella diez años y más, reciben en hombros más libres alas para volar.»

Con esto me carcomía interiormente y me confundía vehementemente con un pudor horrible mientras Ponticiano refería tales cosas, el cual, terminada su plática y la causa por que había venido, se fue. Mas yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con qué azotes de sentencias no flagelé a mi alma para que me siguiese a mí, que me esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía Rehusaba aquello, pero no alegaba excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. Sólo quedaba en ella un mudo temblor, y temía, a par de muerte, ser apartada de la corriente de la costumbre, con la que se consumía normalmente.

CAPÍTULO 8.

Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: «¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Levántanse los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles?»

Dije no sé qué otras cosas y arrebatóme de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban el estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de la voz.

Tenía nuestra posada un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa, por no habitarla el huésped señor de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo ignoraba; mas yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a poco iba a estar.

Retiréme, pues, al huerto, y Alipio, paso sobre paso tras mí; pues, aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuando estando así afectado me hubiera él abandonado? Sentámonos lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y pacto contigo, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte que caía.

Por último, durante las angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice porque quise; mas pude quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros no me hubiera obedecido. Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer que poder.

Y, sin embargo, no hacía lo que con afecto incomparable me agradaba muy mucho, y que al punto que lo hubiese querido lo hubiese podido, porque en el momento en que lo hubiese querido lo hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo mismo que el querer, y el querer era ya obrar.

Con todo, no obraba, y más fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue mandato del alma de que moviese a voluntad sus miembros, que no el alma a sí misma para realizar su voluntad grande en sola la voluntad.

CAPÍTULO 9.

Pero ¿de dónde nacía este monstruo? ¿Y por qué así? Luzca tu misericordia e interrogue -si es que pueden responderme- a los abismos de las penas humanas y las tenebrosísimas contriciones de los hijos de Adán: ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?

Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?

Manda, digo, que quiera -y no mandara si no quisiera-, y, no obstante, no hace lo que manda. Luego no quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no quiere, porque la voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra sino ella misma. Luego no manda toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuese plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.

No hay, por tanto, monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el peso de la costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades, porque, no siendo una de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta.

CAPÍTULO 10.

Perezcan a tu presencia, ¡oh Dios!, como realmente perecen, los vanos habladores y seductores de inteligencias, quienes, advirtiendo en la deliberación dos voluntades, afirman haber dos naturalezas, correspondientes a dos mentes, una buena y otra mala.

Verdaderamente los malos son ellos creyendo tales maldades; por lo mismo, sólo serán buenos si creyeren las cosas verdaderas y se ajustaren a ellas, para que tu Apóstol pueda decirles: Fuisteis algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor. Porque ellos, queriendo ser luz no en el Señor, sino en sí mismos, al juzgar que la naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han vuelto tinieblas aún más densas, porque se alejaron con ello de ti con horrenda arrogancia; de ti, verdadera lumbre que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Mirad lo que decís, y llenaos de confusión, y acercaos a él, y seréis iluminados, y vuestros rostros no serán confundidos.

Cuando yo deliberaba sobre consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo había dispuesto, yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me destrozaba a mí mismo; y aunque este destrozo se hacía en verdad contra mi deseo, no mostraba, sin embargo, la naturaleza de una voluntad extraña, sino la pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán.

En efecto: si son tantas las naturalezas contrarias cuantas son las voluntades que se contradicen, no han de ser dos, sino muchas. Si alguno, en efecto, delibera entre ir a sus conventículos o al teatro, al punto claman éstos: «He aquí dos naturalezas, una buena, que le lleva a aquéllos, y otra mala, que le arrastra a éste. Porque ¿de dónde puede venir esta vacilación de voluntades que se contradicen mutuamente?»

Mas yo digo que ambas son malas, la que le guía a aquéllos y la que arrastra al teatro; pero ellos no creen buena sino que le lleva a ellos.

¿Y qué en el caso de que alguno de los nuestros delibere y, altercando consigo las dos voluntades, fluctúe entre ir al teatro o a nuestra iglesia? ¿No vacilarán éstos en lo que han de responder? Porque o han de confesar, lo que no quieren, que es buena la voluntad que les, conduce a nuestra iglesia como van a ella los que han sido imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de reconocer que en un hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y entonces ya no es verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se convierten a la verdad, y en este caso no negarán que, cuando uno delibera, una sola es el alma, agitada con diversas voluntades.

Luego no digan ya, cuando advierten en un mismo hombre dos voluntades que se contradicen, que hay dos mentes contrarias, una buena y otra mala, provenientes de dos sustancias y dos principios contrarios que se combaten. Porque tú, ¡oh Dios veraz!, les repruebas, arguyes y convences, como en el caso en que ambas voluntades son malas; v. gr., cuando uno duda si matar a otro con el hierro o el veneno; si invadir esta o la otra hacienda ajena, de no poder ambas; si comprar el placer derrochando o guardar el dinero por avaricia; si ir al circo o al teatro, caso de celebrarse al mismo tiempo; y aun añado un tercer término: de robar o no la casa del prójimo si se le ofrece ocasión; y aun añado un cuarto: de cometer un adulterio si tiene posibilidad para ello en el supuesto de concurrir todas estas cosas en un mismo tiempo y de ser igualmente deseadas todas, las cuales no pueden ser a un mismo tiempo ejecutadas; porque estas cuatro voluntades -y aun otras muchas que pudieran darse, dada la multitud de cosas que apetecemos-, luchando contra sí, despedazan el alma, sin que puedan decir en este caso que existen otras tantas sustancias diversas.

Lo mismo acontece con las buenas voluntades. Porque si yo les pregunto si es bueno deleitarse con la lectura del Apóstol y gozarse con el canto de algún salmo espiritual o en la explicación del Evangelio, me responderán a cada una de estas cosas que es bueno. Mas en el caso de que deleiten igualmente y al mismo tiempo, ¿no es cierto que estas diversas voluntades dividen el corazón del hombre mientras delibera qué ha de escoger con preferencia?

Y, sin embargo, todas son buenas y luchan entre sí hasta que es elegida una cosa que arrastra y une toda la voluntad, que antes andaba dividida en muchas. Esto mismo ocurre también cuando la eternidad agrada a la parte superior y el deseo del bien temporal retiene fuertemente a la inferior, que es la misma alma queriendo aquello o esto no con toda la voluntad, y por eso desgárrase a sí con gran dolor al preferir aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad.

CAPÍTULO 11.

Así enfermaba yo y me atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas a ello en mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no se rompiese aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase más fuertemente.

Y decíame a mí mismo interiormente: «¡Ea! Sea ahora, sea ahora»; y ya casi: pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso.

Reteníanme unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: «¿Nos dejas?» Y «¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?» Y «¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?»

¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas del alma de tu siervo. ¡Oh qué suciedades me sugerían, que indecencias! Pero las oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista.

Hacían, sin embargo, que yo, vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: «¿Qué?, ¿piensas tú que podrás vivir sin estas cosas?»

Mas esto lo decía ya muy tibiamente. Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y adonde temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena y alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y no vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas manos, llenas de multitud de buenos ejemplos.

Allí una multitud de niños y niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor!

Y reíase ella de mí con risa alentadora, como diciendo: «¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha dado a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate en él, no temas, que él no se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él te recibirá y sanará».

Y llenábame de muchísima vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas bagatelas y, vacilante, permanecía suspenso. Mas de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra, a fin de que sean mortificados. Ellos te hablan de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios.

Tal era la contienda que había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a mi lado, aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada emoción

CAPÍTULO 12.

Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.

Quedóse él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lagrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de nuestras iniquidades antiguas. Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?»

Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee».

De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase.

Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme, se había la punto convertido a ti con tal oráculo.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.

Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe, lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.

Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y llenóse de gozo; contámosle el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos.

Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en gozo, mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.

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