LAS CONFESIONES – San Agustín de Hipona – Libro Sexto (6)

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El Libro Sexto de las Confesiones de san Agustín narra los inicios de su conversión y el importante papel que jugaron su madre y el obispo Ambrosio de Milan (San Ambrosio) en este cambio fundamental.

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CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN.

San Agustín de Hipona.

LIBRO SEXTO.

CAPÍTULO 1.

¡Esperanza mía desde la juventud! ¿Dónde estabas para mí o a qué lugar te habías retirado? ¿Acaso no eras tú quien me había creado y diferenciado de los cuadrúpedos y hecho más sabio que las aves del cielo? Mas yo caminaba por tinieblas y resbaladeros y te buscaba fuera de mí, y no te hallaba, ¡oh Dios de mi corazón!, y había venido a dar en lo profundo del mar, y desconfiaba y desesperaba de hallar la verdad.

Ya había venido a mi lado la madre, fuerte por su piedad, siguiéndome por mar y tierra, segura de ti en todos los peligros; tanto, que hasta en las tormentas que padecieron en el mar era ella quien animaba a los marineros -siendo así que suelen ser éstos quienes animan a los navegantes desconocedores del mar cuando se turban-, prometiéndoles que llegarían con felicidad al término de su viaje, porque así se lo habías prometido tú en una visión.

Hallóme en grave peligro por mi desesperación de encontrar la verdad. Sin embargo, cuando le indiqué que ya no era maniqueo, aunque tampoco cristiano católico, no saltó de alegría como quien oye algo inesperado, por estar ya segura de aquella parte de mi miseria, en la que me lloraba delante de ti como a un muerto que había de ser resucitado, y me presentaba continuamente en las andas de tu pensamiento para que tú dijeses al hijo de la viuda: Joven, a ti te digo: levántate, y reviviese y comenzase a hablar y tú lo entregases a su madre.

Ni se turbó su corazón con inmoderada alegría al oír cuánto se había cumplido ya de lo que con tantas lágrimas te suplicaba todos los días le concedieras, viéndome, si no en posesión de la verdad, sí alejado de la falsedad. Antes bien, porque estaba cierta de que le habías de dar lo que restaba -pues le habías prometido concedérselo todo-, me respondió con mucho sosiego y con el corazón lleno de confianza, que ella creía en Cristo que antes de salir de esta vida me había de ver católico fiel.

Esto en cuanto a mí, que en cuanto a ti, ¡oh fuente de las misericordias!, redoblaba sus oraciones y lágrimas para que acelerases tu auxilio y esclarecieras mis tinieblas, y acudía con mayor solicitud a la iglesia para quedar suspensa de los labios de Ambrosio, como de la fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna. Porque amaba ella a este varón como a un ángel de Dios, pues conocía que por él había venido yo en aquel intermedio a dar en aquella fluctuante indecisión, por la que presumía segura que había de pasar de la enfermedad a la salud, salvado que hubiese aquel peligro agudo que, por su mayor gravedad, llaman los médicos «crítico».

CAPÍTULO 2.

Así, pues, como llevase, según solía en Africa, puches, pan y vino a las Memorias de los mártires y se lo prohibiese el portero, cuando conoció que lo había vedado el Obispo, se resignó tan piadosa y obedientemente que yo mismo me admiré de que tan fácilmente se declarase condenadora de aquella costumbre, más bien que criticadora de semejante prohibición.

Y es que no era la vinolencia la que dominaba su espíritu, ni el amor del vino la encendía en odio de la verdad como sucedía a muchos hombres y mujeres, que sentían náuseas ante el cántico de la sobriedad, como los beodos ante la bebida aguada, Antes ella, trayendo el canastillo con las acostumbradas viandas, que habían de ser probadas y repartidas, no ponía más que un vasito de vino aguado, según su gusto harto sobrio, de donde tomara lo suficiente para hacer aquel honor. Y si eran muchos los sepulcros que debían ser honrados de este modo, traía el vasito por todos no sólo muy aguado, sino también templado, el cual repartía con los suyos presentes, dándoles pequeños sorbos, porque buscaba en ello la piedad y no el deleite.

Así que tan pronto como supo que este esclarecido predicador y maestro de la verdad había prohibido se hiciera esto -aun por los que lo hacían sobriamente, para no dar con ello ocasión de emborracharse a los ebrios y porque éstas, a modo de parentales, ofrecían muchísima semejanza con la superstición de los gentiles-, se abstuvo muy conforme, y en lugar del canastillo lleno de frutos terrenos aprendió a llevar a los sepulcros de los mártires el pecho lleno de santos deseos y a dar lo que podía a los pobres, y de este modo celebrar la comunión con el cuerpo del Señor allí, a imitación de cuya pasión fueron inmolados y coronados los mártires.

Mas tengo para mí, Señor y Dios mío-y así lo cree en tu presencia mi corazón-, que tal vez mi madre no hubiera cedido tan fácilmente de aquella costumbre -que era, sin embargo, necesario cortar- si la hubiese prohibido otro a quien no amase tanto como a Ambrosio; porque realmente le amaba sobremanera por mi salvación, así como él a ella por la religiosidad y fervor con que frecuentaba la iglesia con toda clase de obras buenas; de tal modo que cuando me encontraba con él solía muchas veces prorrumpir en alabanzas de ella, felicitándome por tener tal madre, ignorando él qué hijo tenía ella en mí, que dudaba de todas aquellas cosas y creía era imposible hallar la verdadera senda de la vida.

CAPÍTULO 3.

Ni siquiera gemía orando para que me socorrieras, sino que mi espíritu se hallaba ocupado en investigar e inquieto en discutir, teniendo al mismo Ambrosio por hombre feliz según el mundo, viéndole tan honrado de tan altas potestades. Sólo su celibato me parecía trabajoso. Mas yo no podía sospechar, por no haberlo experimentado nunca, las esperanzas que abrigaba, ni las luchas que tenía que sostener contra las tentaciones de su propia excelencia, ni los consuelos de que gozaba en las adversidades, ni los sabrosos deleites que gustaba con la boca interior de su corazón cuando rumiaba tu pan; ni él, a su vez, conocía mis inquietudes, ni la profundidad de mi peligro, por no poderle yo preguntar lo que quería y como quería, y de cuyos oídos y boca me apartaba la multitud de hombres de negocios, a cuyas flaquezas él servía.

Cuando éstos le dejaban libre, que era muy poco tiempo, dedicábase o a reparar las fuerzas del cuerpo con el alimento necesario o las de su espíritu con la lectura. Cuando leía, hacíalo pasando la vista por encima de las páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la lengua.

Muchas veces, estando yo presente-pues a nadie se le prohibía entrar ni había costumbre de avisarle quién venía-, le vi leer calladamente, y nunca de otro modo; y estando largo rato sentado en silencio -porque ¿quién se atrevía a molestar a un hombre tan atento?-, me largaba, conjeturando que aquel poco tiempo que se le concedía para reparar su espíritu, libre del tumulto de los negocios ajenos, no quería se lo ocupasen en otra cosa, leyendo mentalmente, quizá por si. alguno de los oyentes, suspenso y atento a la lectura, hallara algún pasaje obscuro en el autor que leía y exigiese se lo explicara o le obligase a disertar sobre cuestiones difíciles, gastando el tiempo en tales cosas, con lo que no pudiera leer tantos volúmenes como deseaba, aunque más bien creo que lo hiciera así por conservar la voz, que se le tomaba con facilidad.

En todo caso, cualquiera que fuese la intención con que aquel varón lo hacía, ciertamente era buena.

Lo cierto es que a mí no se me daba tiempo para Interrogar a tan santo oráculo tuyo, su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino cuando sólo podía darme una respuesta breve, y mis inquietudes perdían mucho tiempo y vagar en aquel con quien las había de conferir, cosa que nunca hallaba. Oíale, es verdad, predicar al pueblo rectamente la palabra de la verdad todos los domingos, confirmándome más y más en que podían ser sueltos los nudos todos de las maliciosas calumnias que aquellos engañadores nuestros levantaban contra los libros sagrados.

Así que, cuando averigüé que los hijos espirituales, a quienes has regenerado en el seno de la madre Católica con tu gracia, no entendían aquellas palabras: Hiciste al hombre a tu imagen, de tal suerte que creyesen o pensasen que estabas dotado de forma de cuerpo humano -aunque no acertara yo entonces a imaginar, pero ni aun siquiera a sospechar de lejos, el ser de una sustancia espiritual-, me alegré de ello, avergonzándome de haber ladrado tantos años no contra la fe católica, sino contra los engendros de mi inteligencia carnal, siendo impío y temerario por haber dicho reprendiendo lo que debía haber aprendido preguntando. Porque ciertamente tú – ¡oh altísimo y próximo, secretísimo y presentísimo, en quien no hay miembros mayores ni menores, sino que estás todo en todas partes, sin que te reduzcas a ningún lugar!- no tienes ciertamente tal figura corporal, no obstante que hayas hecho al hombre a tu imagen y desde la cabeza a los pies ocupe éste un lugar.

CAPÍTULO 4.

No sabiendo, pues, cómo pudiera subsistir esta tu imagen [en el hombre], debí proponer llamando el modo como se debía creer, no oponerme insultando como si realmente fuera aquello que yo creía. Y así, tanto más agudamente me roía el corazón el cuidado de alcanzar algo cierto, cuanto más me confundía el haber vivido tanto tiempo engañado y burlado con la promesa de cosas ciertas y haber sostenido con pueril empeño y animosidad tantas cosas dudosas como ciertas.

Sin embargo, ya era cierto para mí que eran dudosas no obstante que en algún tiempo las creí ciertas, es decir, cuando con mis ciegas disputas combatía a tu Católica, a la cual, aunque entonces no conocía por maestra de la verdad, al menos sabía que no enseñaba aquellas cosas de que gravemente la acusaba.

Por esta razón me llenaba de confusión, y volvía contra mí, y me alegraba, Dios mío, de que tu Iglesia única -cuerpo de tu Único, y en la cual siendo niño se me había inculcado el nombre de Cristo- no gustase de tan pueriles engaños ni tuviera como doctrina sana el que tú, Creador de todas las cosas, estuvieses confinado en un lugar, aunque sumo y amplio, pero al fin limitado por la figura de los miembros humanos.

También me alegraba de que las Antiguas Escrituras de la ley y los profetas ya no se me propusiesen en aquel aspecto de antes, en que me parecían absurdas, reprendiéndolas como si tal hubieran sentido tus santos, cuando en realidad nunca habían sentido de ese modo; y así oía con gusto decir muchas veces a Ambrosio en sus sermones al pueblo recomendando con mucho encarecimiento como una regla segura que la letra mata y el espíritu vivifica al exponer aquellos pasajes, que, tomados a la letra, parecían enseñar la perversidad, pero que, interpretados en un sentido espiritual, roto el velo místico que les envolvía, no decían nada que pudiera ofenderme, aunque todavía ignorase si las cosas que decía eran o no verdaderas.

Por eso retenía a mi corazón de todo asentimiento, temiendo dar en un precipicio; mas con esta suspensión matábame yo mucho más, porque quería estar tan cierto de las cosas que no veía como lo estaba de que dos y tres son cinco, pues no estaba entonces tan demente que creyese que ni aun esto se podía comprender. Sino que así como entendía esto, así quería entender las demás cosas, ya fuesen las corporales, ausentes de mis sentidos, ya las espirituales, de las que no sabía pensar más que corporalmente.

Es verdad que podía sanar creyendo; y de este modo, purificada más la vista de mi mente, poder dirigirme de algún modo hacia tu verdad, eternamente estable y bajo ningún aspecto defectible. Mas como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después recela de entregarse en manos del bueno, así me sucedía a mí en lo tocante a la salud de mi alma; porque no pudiendo sanar sino creyendo, por temor de dar en una falsedad, rehusaba ser curado, resistiéndome a tu tratamiento, tú que has confeccionado la medicina de la fe y la has esparcido sobre las enfermedades del orbe, dándole tanta autoridad y eficacia.

CAPÍTULO 5.

Sin embargo, desde esta época empecé ya a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia, y de ningún modo falazmente, creer lo que no se demostraba -fuese porque, aunque existiesen las pruebas, no había sujeto capaz de ellas; fuese porque no existiesen-, que no allí, en donde se despreciaba la fe y se prometía con temeraria arrogancia la ciencia y luego se obligaba a creer una infinidad de fábulas absurdísimas que no podían demostrar.

Después, con mano blandísima y misericordiosísima, comenzaste, Señor, a tratar y componer poco a poco mi corazón y me persuadiste-al considerar cuántas cosas creía que no había visto ni a cuya formación había asistido, como son muchas de las que cuentan los libros de los gentiles; cuántas relativas a los lugares y ciudades que no había visto; cuántas referentes a los amigos, a los médicos y a otras clases de hombres que, si no las creyéramos, no podríamos dar un paso en la vida, y, sobre todo, cuán inconcusamente creía ser hijo de tales padres, cosa que no podría saber sin dar fe a lo que me habían dicho -de que más que los que creen en tus libros, que has revestido de tanta autoridad en casi todos los pueblos del mundo, deberían ser culpados los que no creyesen en ellos; y que así no debía dar oídos a los que tal vez me dijeren: «¿De dónde sabes tú que aquellos libros han sido dados a los hombres por el Espíritu de Dios, único y veracísimo?» Porque precisamente esto era lo que mayormente debía creer, por no haber podido persuadirme ningún ataque de las opiniones calumniosas, que yo había leído en los muchos escritos contradictorios de los filósofos, a que no creyera alguna vez que tú no existías -aunque yo ignorase lo que eras- y que no tienes cuidado de las cosas humanas.

Esto lo creía unas veces más fuertemente y otras más débilmente; pero que existías y tenías cuidado del género humano, siempre creí, si bien ignoraba lo que debía sentir de tu sustancia y qué vía era la que nos conducía o reducía a ti. Por lo cual, reconociéndonos enfermos para hallar la verdad por la razón pura y comprendiendo que por esto nos es necesaria la autoridad de las sagradas letras, comencé a entender que de ningún modo habrías dado tan soberana autoridad a aquellas Escrituras en todo el mundo, si no quisieras que por ellas te creyésemos y buscásemos.

Y en cuanto a los absurdos en que antes solía tropezar, habiendo oído explicar en un sentido aceptable muchos de sus lugares, atribuíalo ya a la profundidad de sus misterios, pareciéndome la autoridad de las Escrituras tanto más venerable y digna de la fe sacrosanta cuanto que es accesible a todos los que quieren leerlas, y reserva la dignidad de su secreto bajo un sentido más profundo, y, prestándose a todos con unas palabras clarísimas y un lenguaje humilde, da en qué entender aun a los que no son leves de corazón; por lo que, si recibe a todos en su seno popular, son pocos los que deja pasar hacia ti por sus estrechos agujeros; muchos más, sin embargo, de los que serían si el prestigio de su autoridad no fuera tan excelso o no admitiera a las turbas en el gremio de su santa humildad.

Pensaba yo en estas cosas, y tú me asistías; suspiraba, y tú me oías; vacilaba, y tú me gobernabas; marchaba por la senda ancha del siglo, y tú no me abandonabas.

CAPÍTULO 6.

Sentía vivísimos deseos de honores, riquezas y matrimonio, y tú te reías de mí. Y en estos deseos padecía amarguísimos trabajos, siéndome tú tanto más propicio cuanto menos consentías que hallase dulzura en lo que no eras tú. Ve, Señor, mi corazón, tú qué quisiste que te recordase y confesase esto. Adhiérase ahora a ti mi alma, a quien libraste de liga tan tenaz de muerte. ¡Qué desgraciada era! Y tú la punzabas, Señor, en lo más dolorido de la herida, para que, dejadas todas las cosas, se convirtiese a ti, que estás sobre todas ellas y sin quien no existiría absolutamente ninguna; se convirtiese a ti, digo, y fuese curada.

¡Qué miserable era yo entonces y cómo obraste conmigo para que sintiese mi miseria en aquel día en que -como me preparase a recitar las alabanzas del emperador, en las que había de mentir mucho, y mintiendo había de ser favorecido de quienes lo sabían- respiraba anheloso mi corazón con tales preocupaciones y se consumía con fiebres de pensamientos insanos, cuando al pasar por una de las calles de Milán advertí a un mendigo que ya harto, a lo que creo, se chanceaba y divertía! Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, cuales eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que tal vez no llegaríamos nosotros. Porque lo que éste había conseguido con unas cuantas monedillas de limosna era exactamente a lo que aspiraba yo por tan trabajosos caminos y rodeos; es a saber: la alegría de una felicidad temporal.

Cierto que la de aquél no era alegría verdadera; pero la que yo buscaba con mis ambiciones era aún mucho más falsa. Y, desde luego, él estaba alegre y yo angustiado, él seguro y yo temblando. Ciertamente que si alguno me hubiera preguntado entonces si preferiría estar alegre o estar triste, le hubiese respondido que «estar alegre»; pero si nuevamente me preguntara si quería ser como aquél o como yo era, sin duda me escogería a mí mismo lleno de cuidados y temores; mas esto lo hubiera hecho por mi perversidad; ¿cuándo jamás con verdad? Porque no debía anteponerme yo a aquél por ser más docto que él, puesto que esto no era para mí fuente de felicidad, y yo sólo buscaba con ello agradar a los hombres y nada más que agradarles, no instruirles. Por eso quebrantabas, Señor, con el báculo de tu disciplina mis huesos.

Apártense, pues, de mi alma los que le dicen: «Importa tener en cuenta la causa de la alegría, porque el mendigo aquel se alegraba con la borrachera, tú con la gloria.» ¿Y con qué gloria, Señor? Con la que no está en ti. Porque así como aquel gozo no era verdadero gozo, así aquella gloria no era verdadera gloria, antes pervertía más mi corazón. Porque aquél digeriría aquella misma noche su embriaguez, y yo, en cambio, había dormido con la mía, y me había levantado con ella, y me volvería a dormir y a levantar con ella tú sabes por cuántos días.

Importa, es cierto, conocer los motivos del gozo de cada uno; lo sé, como sé que el gozo de la esperanza fiel dista incomparablemente de aquella vanidad. Mas también entonces había gran distancia entre nosotros, pues ciertamente él era más feliz que yo, no sólo porque rebosaba de alegría, en tanto que yo me consumía de cuidados, sino también porque él con buenos modos había adquirido el vino y yo buscaba la vanidad con mentiras.

Muchas cosas dije entonces a este propósito a mis amigos y muchas veces volvía sobre ellas para ver cómo me iba, y hallaba que me iba mal, y sentía dolor, y yo mismo me aumentaba el mal, hasta el punto que, si me acaecía algo próspero, tenía pesar de tomarlo, porque casi antes de tomarlo se me iba de las manos.

CAPÍTULO 7.

Lamentábamos estas cosas los que vivíamos juntos amigablemente, pero de modo especial y familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los cuales Ailipio era, como yo, del municipio de Tagaste, y nacido de una de las primeras familias municipales del mismo y más joven que yo, pues había sido discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y después en Cartago. El me quería a mí mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él por la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad.

Sin embargo, la sima de corrupción de las costumbres de los cartagineses, con las cuales se alimentan aquellos engañosos juegos, habíale absorbido, arrastrándole tras la locura de los juegos circenses. Rodaba él miserablemente por dicho abismo cuando enseñaba yo públicamente en esta ciudad retórica, mas no me oía aún como a maestro por cierto altercado que había tenido yo con su padre. Yo sabía que amaba perdidamente el circo, de lo que me afligía no poco por parecerme que iban a perderse, si es que no estaban ya perdidas las grandes esperanzas que tenía puestas en él. Pero no hallaba modo de amonestarle y con algún apremio apartarle de ellos, ni por razón de amistad ni de magisterio, pues creía que pensaría de mí como su padre, aunque en realidad no era así, pues pospuesta la voluntad del padre en esta materia, había empezado a saludarme, viniendo a mi aula, donde me oía y luego se iba.

Y ya se me había ido de la memoria el tratar con él de que no malograse ingenio tan excelente con aquella ciega y apasionada afición a juegos tan vanos. Pero tú, Señor, tú, que tienes en tu mano el gobernalle de todo lo creado, no te habías olvidado de él, a quien tenías destinado para ser entre tus hijos ministro de tus sacramentos; y para que abiertamente se atribuyese a ti su corrección, la hiciste ciertamente por mí, pero sin saberlo yo.

Porque estando cierto día sentado en el lugar de costumbre y delante de mí los discípulos, vino Alipio, saludó, sentóse y púsose a atender a lo que se trataba; y por casualidad traía entre manos una lección que para mejor exponerla y hacer más clara y gustosa su explicación me había parecido oportuno traer la semejanza de los juegos circenses, burlándome hasta con sarcasmo de aquellos a quienes había esclavizado esta locura. Pero tú sabes, Señor, que entonces no pensé en curar a Alipio de tal peste; mas él tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y así lo que hubiera sido para otro motivo de enojo conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí.

Ya habías dicho tú en otro tiempo y consignado en tus letras: Corrige al sabio y te amará; mas no era yo quien le había corregido, sino tú, que -usando de todos, conózcanlo o no, por el orden que tú sabes, y este orden es justo- hiciste de mi corazón y de mi lengua carbones abrasadores, con los cuales cauterizaras aquella mente de tan bellas esperanzas, pero pervertida, y así la sanaras.

Calle, Señor, tus alabanzas quien no considere tus misericordias, las cuales te alaban de lo más íntimo de mi ser. Porque ello fue que después que oyó mis palabras salió de aquel hoyo tan profundo, en el que gustosamente se sumergía y con inefable deleite se cegaba, y sacudió el ánimo con una fuerte templanza, y saltaron de él todas las inmundicias de los juegos circenses y no volvió a poner allí los pies.

Después venció la resistencia del padre para tenerme a mí de maestro, el cual cedió y consintió en ello. Mas oyéndome por segunda vez, fue envuelto conmigo en la superstición de los maniqueos, amando en ellos aquella ostentación de su continencia, que él creía legítima y sincera. Mas en realidad era falsa y engañosa, cazando con ella almas preciosas que aún no saben llegar al fondo de la virtud y, por lo mismo, fáciles de engañar con la apariencia de la virtud, siquiera fingida y simulada.

CAPÍTULO 8.

No queriendo dejar la carrera del mundo, tan decantada por sus padres, había ido delante de mí a Roma a estudiar Derecho, donde se dejó arrebatar de nuevo, de modo increíble y con increíble afición, a los espectáculos de gladiadores.

Porque aunque aborreciese y detestase semejantes juegos, cierto día, como topase por casualidad con unos amigos y condiscípulos suyos que venían de comer, no obstante negarse enérgicamente y resistirse a ello, fue arrastrado por ellos con amigable violencia al anfiteatro y en unos días en que se celebraban crueles y funestos juegos.

Decíales él: «Aunque arrastréis a aquel lugar mi cuerpo y le retengáis allí, ¿podréis acaso obligar a mi alma y a mis ojos a que mire tales espectáculos? Estaré allí como si no estuviera, y así triunfaré de ellos y de vosotros.» Mas éstos, no haciendo caso de tales palabras, lleváronle consigo, tal vez deseando averiguar si podría o no cumplir su dicho.

Cuando llegaron y se colocaron en los sitios que pudieron, todo el anfiteatro hervía ya en cruelísimos deleites. Mas Alipio, habiendo cerrado las puertas de dos ojos, prohibió a su alma salir de sí a ver tanta maldad. ¡Y pluguiera a Dios que hubiera cerrado también los oídos! Porque en un lance de la lucha fue tan grande y vehemente la gritería de la turba, que, vencido de la curiosidad y creyéndose suficientemente fuerte para despreciar y vencer lo que viera, fuese lo que fuese, abrió los ojos y fue herido en el alma con una herida más grave que la que recibió el gladiador en el cuerpo a quien había deseado ver; y cayó más miserablemente que éste, cuya caída había causado aquella gritería, la cual, entrando por sus oídos, abrió sus ojos para que hubiese por donde herir y derribar a aquella alma más presuntuosa que fuerte, y así presumiese en adelante menos de sí, debiendo sólo confiar en ti. Porque tan pronto como vio aquella sangre, bebió con ella la crueldad y no apartó la vista de ella, sino que la fijó con detención, con lo que se enfurecía sin saberlo, y se deleitaba con el crimen de la lucha, y se embriagaba con tan sangriento.placer.

Ya no era el mismo que había venido, sino uno de tantos de la turba, con los que se había mezclado, y verdadero compañero de los que le habían llevado allí.

¿Qué más? Contempló el espectáculo, voceó y se enardeció, y fue atacado de la locura, que había de estimularle a volver no sólo con los que primeramente le habían llevado, sino aparte y arrastrando a otros consigo. Mas tú te dignaste, Señor, sacarle de este estado con mano poderosa y misericordiosísima, enseñándole a no presumir de sí y a confiar de ti, aunque esto fue mucho tiempo después.

CAPÍTULO 9.

Sin embargo, ya se iba asentando esto en su memoria para futuro remedio suyo. También creo que lo sucedido siendo estudiante y oyente mío en Cartago, cuando estando hacia mediodía repasando en el foro lo que había de recitar, según costumbre de los escolares, fue preso como ladrón por los guardias del foro, fue, sin duda, permitido por ti, Dios nuestro, no por otra razón sino para que varón que había de ser tan grande algún día comenzara a aprender cuán difícilmente se debe dejar llevar el hombre que ha de sentenciar contra otro hombre de una temeraria credulidad en el examen de las causas.

Paseábase, en efecto, Alipio ante el tribunal sólo con las tabletas y el estilo, cuando he aquí que un joven del número de los estudiantes, pero verdadero ladrón que llevaba escondida un hacha, entró sin él sentirlo a las balaustradas de plomo que daban a la calle de los plateros y se puso a cortar plomo.

Al ruido de los golpes alborotáronse los plateros que estaban debajo y enviaron guardias que lo prendiesen, fuera quien fuera. Mas aquél, habiendo oído las voces de aquéllos, huyó a todo escape, dejando el instrumento de hierro, temiendo ser cogido con él. Alipio, que no le había visto entrar, le vio salir precipitadamente y escapar; mas deseando saber la causa, entró en el lugar y, encontrándose con el hacha, se puso, admirado, a contemplarla. Mas he aquí que estando en esto llegan los que habían sido enviados y le sorprenden a él solo con el hierro en la mano, a cuyos golpes, alarmados, habían acudido. Echan mano de él, llévanle por fuerza, gloríanse los inquilinos del foro de haber dado con el verdadero ladrón y condúcenle desde allí al juzgado.

Hasta aquí era menester llegar a la lección, pues al punto saliste, Señor, en socorro de su inocencia, de la que tú solo eras testigo. Porque al tiempo que era llevado o a la cárcel o al tormento, les salió al encuentro un arquitecto que tenía el cuidado supremo de los edificios públicos. Alegróse la turba muchísimo de haber topado con él, porque siempre que faltaba alguna cosa del foro sospechaba de ellos, y así supiera, al fin, quién era el verdadero ladrón. Pero como este señor había visto muchas veces a Alipio en la casa de un senador a quien él solía ir a ver frecuentemente, tan pronto como le vio, cogiéndole de la mano, le apartó de la turba y le preguntó la causa de tamaña desgracia.

Cuando se enteró dio orden el arquitecto a toda aquella turba alborotada allí presente y enfurecida contra Alipio de que fueran con él. Cuando llegaron a la casa de aquel joven adolescente autor del delito, hallábase a la puerta un muchacho tan pequeñito que no era fácil sospechar mal alguno para su dueño, y el cual podía decirlo todo, puesto que le había acompañado al foro. Habiéndole reconocido Alipio, se lo dijo al arquitecto, quien enseñándole el hacha le dijo: «¿Sabes de quien es ésta?» A lo que contestó el muchacho sin demora: «Nuestra.» Después, interrogado, descubrió lo restante.

De este modo, trasladada la causa a aquella casa y confusas las turbas, que habían empezado a triunfar de él, salió más experimentado e instruido; él, que había de ser dispensador de tu palabra y examinador de muchas causas de tu Iglesia.

CAPÍTULO 10.

Halléle yo ya en Roma, y unióseme con vínculo tan estrecho de amistad, que se partió conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto más era por- voluntad de sus padres que suya’. Tres veces había hecho ya de asesor, y su entereza había admirado a todos, admirándose más él de que ellos pospusiesen la inocencia al dinero.

También fue probada su integridad, no sólo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo del temor. Hacía en Roma de asesor del conde del erario de las tropas italianas, y hallábase en este tiempo un senador poderosísimo, que tenía obligados a muchos con sus beneficios, y a otros muchos sujetos con sus amenazas. Intentó éste hacer, según la costumbre de su poderío, no sé qué cosa que estaba prohibida por las leyes, y opúsosele Alipio. Prometióle dones, y rióse de ellos. Dirigióle amenazas, y se burló de ellas, admirando todos alma tan extraordinaria, que así despreciaba a un hombre tan poderoso y tan celebrado de la fama por los mil modos que tenía de hacer bien o mal, y a quien no había nadie que no quisiera tener por amigo o le temiera de enemigo. Hasta el mismo juez, cuyo asesor era Alipio, si bien no quería que lo hiciera dicho senador, no se atrevía a negárselo abiertamente, sino que echándole a aquél la culpa, le decía que no se lo permitía éste; antes si él se lo concediese, éste se iría de él.

Sólo una cosa estuvo a punto de hacerle caer por su amor a las letras; y era mandar copiar para sí a precios pretorianos algunos códices; pero consultado a la justicia, se inclinó por lo mejor, prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder, que se lo consentía.

Poco es esto, pero el que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, ni en modo alguno puede resultar vano lo salido de la boca de tu Verdad: Si en las riquezas injustas no fuisteis fieles,¿quién os confiará las verdaderas? Y si en las ajenas no fuisteis fieles, ¿quién os confiará las vuestras?

Así era entonces este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que habríamos de seguir.

También Nebridio-que había dejado su patria, vecina de Cartago, y aun la misma Cartago, donde solía vivir muy frecuentemente-, abandonada la magnífica finca rústica de su padre, y abandonada la casa y hasta su madre, que no podía seguirle, había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas.

Eran tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura que por tu misericordia se seguía a todas nuestras acciones mundanas, queriendo nosotros averiguar la causa por que padecíamos tales cosas, nos salían al paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿Hasta cuándo estas cosas? Y esto lo decíamos muy a menudo, pero diciéndolo no dejábamos aquellas cosas, porque no veíamos nada cierto con que, abandonadas éstas, pudiéramos abrazarnos.

CAPÍTULO 11.

Pero, sobre todo, maravillábame de mí mismo, recordando con todo cuidado cuán largo espacio de tiempo había pasado desde mis diecinueve años, en que empecé a arder en deseos de la sabiduría, proponiendo, hallada ésta, abandonar todas las vanas esperanzas y engañosas locuras de las pasiones.

Ya tenía treinta años y todavía me hallaba en el mismo lodazal, ávido de gozar de los bienes presentes, que huían y me disipaban, en tanto que decía: «Mañana lo averiguaré; la verdad aparecerá clara y la abrazaré. Fausto está para venir y lo explicará todo. ¡Oh grandes varones de la Academia!; ¿es cierto que no podemos comprender ninguna cosa con certeza para la dirección de la vida?»

Pero busquemos con más diligencia y no desesperemos. He aquí que ya no me parecen absurdas en las Escrituras las cosas que antes me lo parecían, pudiendo entenderse de otro modo y razonablemente. Fijaré, pues, los pies en aquella grada en que me colocaron mis padres hasta tanto que aparezca clara la verdad.

Mas ¿dónde y cuándo buscarla? Ambrosio no tiene tiempo libre y yo tampoco lo tengo para leer. Y aunque lo tuviera, ¿dónde hallar los códices? ¿Y dónde o cuándo podré comprarlos? ¿Quién podrá prestármelos?

Con todo, es preciso destinar tiempo a esto y dedicar algunas horas a la salud del alma. Aparece una gran esperanza. La fe católica no enseña lo que pensábamos y, necios, le achacábamos. Sus doctores tienen por crimen atribuir a Dios figura humana, ¿y dudamos llamar para que se nos esclarezcan las demás cosas? Las horas de la mañana las empleamos con los discípulos, pero ¿qué hacemos de las otras? ¿Por qué no emplearlas en esto?

Pero ¿cuándo saludar a los amigos poderosos, de cuyo favor tienes necesidad? ¿Cuándo preparar las lecciones que compran los estudiantes? ¿Cuándo reparar las fuerzas del espíritu con el abandono de los cuidados?

«Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad. La vida es miserable, y la muerte, incierta. Si ésta nos sorprende de repente, ¿en qué estado saldríamos de aquí ? ¿Y dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos aprender? ¿Acaso más bien no habríamos de ser castigados por esta nuestra negligencia? Pero ¿qué si la muerte misma cortase y terminase con todo cuidado y sentimiento? También esto convendría averiguarlo. Mas ¡lejos que esto sea así! No inútilmente, no en vano se difunde por todo el orbe el gran prestigio de la autoridad de la fe cristiana. Nunca hubiera hecho Dios tantas y tales cosas por nosotros si con la muerte del cuerpo se terminara también la vida del alma. ¿Por qué, pues, nos detenemos en dar de mano a las esperanzas del siglo y consagrarnos por entero a buscar a Dios y la vida feliz?

Pero vayamos despacio, que también estas cosas mundanas tienen su dulzura, y no pequeña, y no se ha de cortar con ellas a las primeras, pues sería cosa fea tener que volver de nuevo a ellas. He aquí que falta poco para que puedas obtener algún honorcillo; y ¿qué más se puede desear? Tengo abundancia de amigos poderosos, por medio de los cuales, en caso de apuro, puedo conseguir, al menos, una presidencia. Podré entonces casarme con una mujer que tenga algunos dineros, para que no sea tan gravoso el gasto para mí, con lo que pondría fin a mis deseos. Muchos grandes hombres, y muy dignos de ser imitados, se dieron al estudio no obstante estar casados.»

Mientras yo decía esto, y alternaban estos vientos, y zarandeaban de aquí para allí mi corazón, se pasaba el tiempo, y tardaba en convertirme al Señor, y difería de día en día vivir en ti, aunque no difería morir todos los días en mí. Amando la vida feliz temíala donde se hallaba y buscábala huyendo de ella. Pensaba que había de ser muy desgraciado si me veía privado de las caricias de la mujer y no pensaba en la medicina de tu misericordia, que sana esta enfermedad, porque no había experimentado aún y creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las cuales echaba de menos en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está escrito de que nadie es continente si tú no se lo dieres. Lo cual ciertamente tú me lo dieras si llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza «arrojase en ti mi cuidado».

CAPÍTULO 12.

Prohibíame Alipio de tomar mujer, diciéndome repetidas veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos juntos quieta y desahogadamente al amor de la sabiduría, como hacía mucho tiempo lo deseábamos. Porque él era en esta materia castísimo, de modo tal que causaba admiración; porque aunque al principio de su juventud había experimentado el deleite carnal, pero no se había pegado a él, antes se dolió mucho de ello y lo despreció, viviendo en adelante continentísimamente.

Resistíale yo con los ejemplos de aquellos que, aunque casados, se habían dado al estudio de la sabiduría y merecido a Dios, y habían tenido y amado fielmente a sus amigos. Lejos estaba yo, en verdad de ‘la grandeza de alma de éstos, y, prisionero de la enfermedad de la carne, arrastraba con letal dulzura mi cadena, temiendo ser desatado de ella y repeliendo las palabras del que me aconsejaba bien como se repele en una herida contusa la mano que quiere quitar las vendas.

Por añadidura, la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por mi lengua dulces lazos en su camino, en los que sus pies honestos y libres se enredasen.

Porque como se admirase de que yo, a quien no tenía en poco, estuviese tan apegado con el visco de aquel deleite, hasta afirmar, cuantas veces tratábamos entre nosotros de esto, que yo no podía en modo alguno llevar vida célibe, diciéndole para defenderme, al verle a él admirado, que había mucha diferencia entre lo que él había experimentado -tan arrebatada y furtivamente que ya apenas se acordaba de ello, y que, por lo mismo, podía despreciarlo sin molestia alguna- y los deleites de mi costumbre, a los que, si juntase el honesto nombre de matrimonio, no debería admirarse por qué yo no quería despreciar aquella vida, comenzó también él a desear el matrimonio, no vencido ciertamente por el apetito de tal deleite, sino de la curiosidad. Porque decía que deseaba saber qué era aquello, sin lo que mi vida-que a él agradaba tanto-no me parecía vida, sino tormento. Pasmábase, en efecto, su alma, libre de tal vínculo, de mi servidumbre, y pasmándose iba entrando en deseos de querer experimentarla, para caer tal vez después en aquella servidumbre que le extrañaba, porque quería.pactar con la muerte, y el que ama el peligro caerá en él.

Ciertamente que ni a él ni a mí nos movía sino muy débilmente aquello que hay de decoroso y honesto en el matrimonio, como es la dirección de la familia y la procreación de los hijos; sino que a mí, cautivo, me atormentaba en gran parte y con vehemencia la costumbre de saciar aquella mi insaciable concupiscencia y a él le atraía a la esclavitud la admiración. Así éramos, Señor, hasta que tú, ¡oh Altísimo!, no desamparando nuestro lodo, te dignaste socorrer, compadecido, a estos miserables por modos maravillosos y ocultos.

CAPÍTULO 13.

Instábaseme solícitamente a que tomase esposa. Ya había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda, sobre todo siendo mi madre la que principalmente se movía en esto, esperando que una vez casado sería regenerado por las aguas saludables del bautismo, alegrándose de verme cada día más apto para éste y que se cumplían con mi fe sus votos y tus promesas.

Sin embargo, como ella, así por ruego mío como por deseo suyo, te rogase con fuerte clamor de su corazón todos los días de que le dieses a conocer por alguna visión algo sobre mi futuro matrimonio, nunca se lo concediste. Veía, sí, algunas cosas vanas y fantásticas que formaba su espíritu, preocupado grandemente con este asunto, y me lo contaba a mí no con la seguridad con que solía cuando tú realmente le revelabas algo, sino despreciándolas. Porque decía que no sé por qué sabor, que no podía explicar con palabras, discernía la diferencia que hay entre una revelación tuya y un sueño del alma.

Con todo, insistíase en el matrimonio y habíase pedido ya la mano de una niña que aún le faltaban dos años para ser núbil; pero como era del gusto, había que esperar.

CAPÍTULO 14.

También muchos amigos, hablando y detestando las turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar, de tal modo que en virtud de la amistad no hubiera cosa de éste ni de aquél, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas de todos.

Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos. muy ricos, como Romaniano, nuestro conmunícipe, a quien algunos cuidados graves de sus negocios le habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y uno de los que más instaban en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que todos los años se nombrarían dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo necesario, estando los demás quietos. Pero cuando se empezó a discutir si vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel proyecto tan bien formado se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado.

De aquí vuelta otra vez a nuestros suspiros y gemidos y a caminar por las anchas y trilladas sendas del siglo, porque había en nuestro corazón muchos pensamientos, mas tu consejo permanece eternamente. Y por este consejo te reías tú de los nuestros y preparabas el cumplimiento de los tuyos, a fin de darnos el alimento que necesitábamos en el tiempo oportuno y, abriendo la mano, llenarnos de bendición.

CAPÍTULO 15.

Entre tanto multiplicábanse mis pecados, y, arrancada de mi lado, como un impedimento para el matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi lecho, mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba pegado, me había quedado llagado y manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta al África, te hizo voto, Señor, de no conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo había tenido con ella.

Mas yo, desgraciado, incapaz de imitar a esta mujer, y no pudiendo sufrir la dilación de dos años que habían de pasar hasta recibir por esposa a la que había pedido -porque no era yo amante del matrimonio, sino esclavo de la sensualidad-, me procuré otra mujer, no ciertamente en calidad de esposa, sino para sustentar y conducir íntegra o aumentada la enfermedad de mi alma bajo la guarda de mi ininterrumpida costumbre al estado del matrimonio.

Pero no por eso sanaba aquella herida mía que se había hecho al arrancarme de la primera mujer, sino que después de un ardor y dolor agudísimos comenzaba a corromperse, doliendo tanto más desesperadamente cuanto más se iba enfriando.

CAPÍTULO 16.

A ti sea la alabanza, a ti la gloria, ¡oh fuente de las misericordias! Yo me hacía cada vez más miserable y tú te acercabas más a mí. Ya estaba presente tu diestra para arrancarme del cieno de mis vicios y lavarme, y yo no lo sabía. Mas nada había que me apartase del profundo abismo de los deleites carnales como el miedo de la muerte y tu juicio futuro, que jamás se apartó de mi pecho a través de las varias opiniones que seguí.

Y discutía con mis amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y fácilmente hubiera dado en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que después de la muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las acciones, cosa que no quiso creer Epicuro. Y preguntábales yo: «Si fuésemos inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del cuerpo, sin temor alguno de perderlo, qué, ¿no seríamos felices? ¿O qué más podríamos desear?» °- Y no sabía yo que esto era una gran miseria, puesto que, tan hundido y ciego como estaba, no podía pensar en la luz de la virtud y de la hermosura, que por sí misma debe ser abrazada, y que no se ve con los ojos de la carne, sino con los del alma. Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que, siendo estas cosas feas, sintiese yo gran dulzura en tratarlas con los amigos, y que, según el modo de pensar de entonces, no podía ser bienaventurado sin ellas, por más grande que fuese la abundancia de deleites carnales. Porque amaba yo a mis amigos desinteresadamente y sentíame a la vez amado desinteresadamente de ellos.

¡Oh caminos tortuosos! ¡Mal haya al alma audaz que esperó, apartándose de ti, hallar algo mejor! Vueltas y más vueltas, de espaldas, de lado y boca abajo, todo lo halla duro, porque sólo tú eres su descanso. Mas luego te haces presente, y nos libras de nuestros miserables errores, y nos pones en tu camino, y nos consuelas, y dices: «Corred, yo os llevaré y os conduciré, y todavía allí yo os llevaré.»





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