Creo que yo me llené de orgullo cuando regresé a Colombia y fui formador (director espiritual) de un seminario, pero me llené de orgullo y de soberbia; dejé de orar ante el santísimo y lo atribuía a que hacía mucho calor en la ciudad de Bogotá… Un día el sacerdote que levantaba tan puramente al Señor empezó a caer y me ate a un demonio de adulterio y de lujuria, de impureza, de libertinaje. De ahí para delante no podía parar… Sentía voces que me atacaban, sentía la presencia del enemigo y no podía orar, no podía orar, les soy sincero no podía orar. Me arrodillaba y sentía que las rodillas me podían, que el estomago me rebotaba y yo me tenía que sentar, parar y salirme. Celebraba la Eucaristía porque tenía que celebrarla…