La inocencia arrebatada
Durante toda su vida adulta había vivido como una lesbiana militante, en respuesta a la que interpretaba como su identidad sexual natural. Había tenido ocho relaciones con sendas mujeres. Y una vida de riesgo: fumadora compulsiva, varios años adicta a las drogas y alguna pequeña estancia en el calabozo.
Pero aquel otoño Lisa echó la vista un poco más atrás, a cuando vestía y calzaba como una niña, tenía el pelo largo y le encantaba adornarlo con todo tipo de lazos. Aquello terminó un día, y recordaba bien cómo: los repetidos abusos sexuales a los que la sometió, cuando tenía 10 años, un vecino de su casa.
El trauma inimaginable que vivió Lisa la cambió para siempre. Fue poco después cuando quiso dejar de parecer una niña: se cortó el pelo y empezó a abominar de los vestidos que antes le encantaban. Y luego entró con mal pie en la adolescencia: sus esfuerzos por parecer masculina la fueron dejando sola. Empezó a beber, a practicar el sexo sin freno y a cometer sus primeras gamberradas contra la propiedad ajena.
Pero su soledad la consumía. «Sentía que nunca sería aceptada», confiesa a Peter Baklinski para Life Site News: «Si parecía que me lo pasaba bien, es porque nadie conocía mi yo real. Si lo descubriesen, me odiarían. De hecho, yo me odiaba a mí misma. ¿Qué tipo de friki era? ¿Había nacido así o había hecho algo para merecerlo?».
Dios en apariencia ausente
Se convenció entonces de algo que la hundió: «Nadie me amaría nunca. Ni siquiera Dios. Estaba sola y no había conocido el amor en forma alguna que no tuviese un efecto horrible. Tendría que llevar este secreto el resto de mi vida y la vergüenza me acusaría a mí misma día y noche. Tendría que ser una farsante para sobrevivir. Aún peor, tendría que estar con un hombre».
Sin nadie con quien salir ni con quien hablar, se intentó suicidar tomándose un bote de pastillas. Afortunadamente alguien la encontró, la llevó al hospital, le hicieron un lavado de estómago y sobrevivió: «Nunca me había sentido tan feliz viva que en ese momento», reconoce que sintió tras ver de cerca el rostro de la muerte. Iba a tener «otra oportunidad», y la aprovecharía.
Lisa se convirtió en una persona dura y áspera con los demás, crítica y autosuficiente: «Indiferente a las opiniones mordaces de quienes me rodeaban». «Si me rozaban el tobillo, me tiraba a la garganta«, sintetiza: «Mejor poner a alguien en su sitio que correr el riesgo de que me intimidasen».
«El mundo había golpeado duramente mi autoestima, mi salud y mis emociones. Y me venganza sería ser lo que quería ser, por poco ético, inmoral o heterodoxo que pareciese. Dios lo entendería. Él vería que tenía que protegerme a mí misma o caer. Dedicaría los años siguientes a intentar convencerme de ello».
Rol dominante
Ya como adulta, Lisa adoptó una identidad masculina: «Todas mis novias tenían que ser increíblemente femeninas en su ropa, sus gestos y su identidad. Por eso nunca me cité con lesbianas, sino con mujeres bisexuales o curiosas, que se sentían más cómodas con mi imagen masculinizante».
En todas sus relaciones, Lisa adoptó el papel de hombre dominante: pagaba las facturas en tiendas y restaurantes, era ella quien abría la puerta, hacía regalos caros y se encargaba de las reparaciones en la casa: «Si en la casa se oía un ruido de noche, todos se ponían detrás de mí. Si había una factura sin pagar, todos me miraban. Si faltaba la luz, si había un agujero en el tejado, si el coche se averiaba, todos se volvían hacia mí. Esto era muy incómodo y a veces espantoso«.
A cambio, Lisa era «extremadamente controladora» de sus parejas: no podían vestir ropa masculina, ni acarrear grandes pesos, ni salir solas de noche, ni tener amigos que no fuesen gays. Pero no lo hacía de forma abusiva, así que sus novias se sentían a gusto e incluso hablaban bien de ella: «Eso alimentaba mi frágil ego», afirma.
Del Orgullo a la transformación
Sin embargo, algo no iba bien en su interior: «Un confuso sentimiento de que me faltaba algo«, describe.
Llegó entonces aquel otoño de 2009, con sus lluvias fuera de casa y sus lágrimas dentro. Empezó a comprender que «había en mi corazón un hueco del tamaño de un Dios, y era lo bastante lista para comprender que sólo Él podría llenarlo«. Le rezaba pidiendo ayuda, pero sin muchas esperanzas: «Nunca pensé que pudiesen mezclarse mi estilo de vida con la Verdad de Dios».
Pasaron unos meses. Llegó el verano de 2010 y Lisa se trasladó a Spokane, en el estado de Washington, para participar en una marcha del Orgullo Gay y recoger firmas sobre una ley estatal que interesaba al lobby rosa. Y entonces sucedió lo inesperado.
«Fue de noche, en mi hotel», recuerda: «Me acosté siendo completamente homosexual. Mis gestos, mis vestidos, mi lenguaje corporal, etc. eran todos muy masculinos. Odiaba a los hombres, asqueada con todos por los abusos que había sufrido de aquel vecino siendo niña. Cuando me desperté, había una presencia en la habitación que no puedo describir con palabras. Era una paz que no había experimentado nunca antes«.
Lo más llamativo para ella fue que a partir de entonces sus sentimientos homosexuales desaparecieron. Las mujeres dejaron de atraerle, y un día se sorprendió a sí misma mirando con interés a un hombre que estaba corriendo por el parque. Confiesa que sintió pánico, porque no sabía qué le estaba pasando.
Hasta que un día entendió que la respuesta de Dios a sus oraciones había llegado en una forma distinta a la imaginada. Comprendió que aquellas lágrimas que le brotaban desde hacía meses y aquel vacío que sentía en su corazón eran parte de su sanación de los abusos que había sufrido en su infancia, y que había enterrado bajo la apariencia de masculinidad.
Compartir la carga con Jesucristo
En un acto de fe, Lisa dejó en manos de Dios la restauración de su identidad y cortó con todo su mundo anterior: «Pasé dos años que han sido sin duda los más solitarios y duros de mi vida, pero crecí en completa dependencia de Dios«, explica.
Comprendió en oración que la forma exquisita con la que trataba a sus parejas no era una compensación a sus inseguridades, sino la expresión de la forma en la que ella querría haber sido tratada siempre: «Ellas querían ser tratadas como princesas, querían ser protegidas, que se les prestase total atención, que se les hablase con delicadeza»: Y Lisa comprendió también por qué exigía esa «feminidad a toda prueba» a sus novias: «Encarnaba la niña pequeña que fui antes de que abusaran de mí. Las trataba como creía que yo debería haber sido tratada cuando era una niña pequeña, en vez de las experiencias violentas y destructivas que sufrí».
Y eso es lo que desea ahora también: «Quiero que me apoyen, que me cuiden, que me protejan, que me hablen con dulzura y me traten con cortesía. Ahora mi identidad está intacta y a salvo en manos de Jesús. Así es como Él me creó para que sintiera«.
Lisa está escribiendo un libro con su experiencia, que publicará el año que viene. Lo titulará: You weren´t meant to carry that [No tenías que haber cargado con ese peso, en traducción libre], porque ése es su mensaje: «A veces cargamos con pesos con los que no podemos. Cosas que están fuera de nuestro control, dudas y preocupaciones que en sentido estricto no nos pertenecen. Dios quiere que hagas un inventario de tu alma a ver qué encuentras. Y si estás cargando con pesos que Le pertenecen, quiere que se los devuelvas. Quiere aligerar tu carga», suguere Lisa evocando el Evangelio de San Mateo (11, 28).
Y concluye: «Finalmente he encontrado la paz y se lo debo todo a Jesucristo. No mucha gente miraría a una lesbiana drogadicta y pensaría: ´Un día servirá al Señor´. Suena ridículo… pero sucedió«.