Las tres vías para responder al ateísmo, al escepticismo y a la indiferencia hacia Dios, son la contemplación de la belleza de la creación, el descubrimiento de la «aspiración al infinito» que todo hombre lleva dentro de sí, y el testimonio de una fe que nace del encuentro con Cristo. Las indicó Benedicto XVI, esta mañana, en su catequesis de la audiencia general, celebrada en el Aula Pablo VI, ante más de nueve mil fieles.
Texto completo de la Catequesis del Santo Padre:
El miércoles pasado, meditamos sobre el deseo de Dios que el ser humano lleva en lo más profundo de sí mismo. Hoy me gustaría seguir profundizando con ustedes este aspecto y meditando brevemente sobre algunas vías para llegar al conocimiento de Dios:
Pero quisiera recordar que la iniciativa de Dios precede siempre cualquier iniciativa del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él el primero que nos ilumina, nos orienta y guía, respetando nuestra libertad. Así como es siempre Él, el que nos hace entrar en intimidad con Él mismo, revelándose y donándonos la gracia de poder acoger esta revelación en la fe. No olvidemos nunca la experiencia de san Agustín: no somos nosotros los que poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad la que nos busca y nos posee».
Pero, hay vías que pueden abrir el corazón del hombre al conocimiento de Dios, hay signos que conducen a Dios. Por supuesto, a menudo corremos el riesgo de quedar deslumbrados, por el brillo de la mundanidad, que nos hace menos capaces de recorrer algunos caminos o de leer esos signos.
Sin embargo, Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al hombre que ha creado y redimido, permanece cerca de nuestras vidas, porque nos ama. Ésta es una certeza que nos debe acompañar todos los días, a pesar de que ciertas mentalidades difusas dificulten la misión de la Iglesia y de los cristianos de comunicar la alegría del Evangelio a todas las criaturas y de conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Sin embargo, ésta es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla con alegría, sintiéndola como propia, a través de una vida verdaderamente animada por la fe y marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la santidad, a la que todos estamos llamados.
Hoy en día, sabemos que no faltan dificultades y pruebas para la fe, a menudo poco comprendida, contestada y rechazada. San Pedro – como hemos escuchado – dijo a sus cristianos: «Estén siempre dispuestos a defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes tienen. Pero háganlo con suavidad y respeto» (1 Pe 3, 15-16). En el pasado, en Occidente, una sociedad que se consideraba cristiana, la fe era el ambiente en el que todos se movían, la referencia y la adhesión a Dios eran, para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien, el que no creía, sentía que debía justificar su incredulidad. En nuestro mundo, la situación ha cambiado y, cada vez más, el creyente debe ser capaz de dar razón de su fe. El Beato Juan Pablo II, en su Encíclica Fides et Ratio, hizo hincapié en cómo la fe está puesta a prueba, también en la época contemporánea, atravesada por formas sutiles e insidiosas de ateísmo teórico y práctico (cf. nn. 46-47). A partir del Iluminismo, la crítica contra la religión se ha intensificado; la historia se ha caracterizado también por la presencia de sistemas ateos, en los que se consideraba a Dios como una mera proyección del espíritu humano, una ilusión, y el producto de una sociedad distorsionada por tantas alienaciones. El siglo pasado ha sido testigo de un fuerte proceso de secularismo, en nombre de la autonomía absoluta del hombre, considerado como medida artífice de la realidad, pero empobrecido por su ser criatura «a imagen y semejanza de Dios». En nuestro tiempo, se ha verificado un fenómeno particularmente peligroso para la fe: hay una forma de ateísmo que definimos, precisamente, «práctico», que no niega las verdades de la fe o los ritos religiosos, sino que simplemente los considera sin importancia para la vida cotidiana, separados de la vida, inútil. A menudo, entonces, se cree en Dios de una manera superficial, y se vive «como si Dios no existiera» (etsi Deus no daretur). Al final, sin embargo, esta forma de vida es aún más destructivo, porque conduce a la indiferencia ante la fe y la cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una sola dimensión, la horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las causas fundamentales de los totalitarismos, que han tenido consecuencias trágicas en el siglo pasado, así como de la crisis de valores que vemos en realidad actual. Oscureciendo la referencia a Dios, también se oscureció el horizonte ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la libertad, que, en lugar de liberar, acaba atando al hombre con los ídolos. Las tentaciones que afrontó Jesús en el desierto, antes de su misión pública, representan muy bien los «ídolos» que fascinan al hombre, cuando no va más allá de sí mismo. Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su lugar justo, ya no encuentra su lugar en la creación, en las relaciones con los demás. No ha perdido su significado lo que la sabiduría antigua evoca con el mito de Prometeo: el hombre cree que puede llegar a ser, él mismo, «dios» dueño de la vida y la muerte.
Ante este marco, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El Concilio Vaticano II afirma claramente: «La razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vocación a la comunión con Dios. Desde su nacimiento el hombre es invitado al diálogo con Dios: de hecho existe, solamente porque ha sido creado por el amor de Dios, conservado por el mismo amor de Él, vive plenamente según la verdad si se reconoce libremente y se entrega a su Creador» (Gaudium et Spes, 19).
¿Qué respuestas, entonces está llamada a dar la fe con «gentileza y respeto», al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia hacia la dimensión vertical, de modo que el hombre de nuestro tiempo se siga interrogando sobre la existencia de Dios y recorra los caminos que conducen a Él? Me gustaría mencionar algunos aspectos, como resultado tanto de la reflexión natural, como de la misma fuerza de la fe. Me gustaría muy brevemente resumirlo en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida ha buscado durante mucho tiempo la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una página bella y famosa, en la que dice: «Interroga a la belleza de la tierra, del mar, del aire enrarecido que se expande por todas partes; interroga la belleza del cielo… interroga a todas estas realidades. Todas te responderán: mira y observa qué hermosas somos. Su belleza es como un himno de alabanza. Ahora bien, estas criaturas tan hermosas, pero a la vez tan cambiantes, ¿quién las hizo, si no uno que es la belleza que no cambia»? (Sermo 241, 2: PL 38, 1134). Creo que tenemos que recuperar y devolver al hombre de hoy la posibilidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no es un magma informe, pero cuanto más lo conocemos, más descubrimos los mecanismos maravillosos, mejor vemos su diseño, vemos que hay una inteligencia creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza «se revela una razón tan superior que todo el pensamiento racional y las leyes humanas son comparativamente una reflexión muy insignificante» (El mundo como yo lo veo, Roma 2005). Una primer camino, pues, que conduce al descubrimiento de Dios es contemplar con ojos atentos la creación.
La segunda palabra: el hombre. Siempre San Agustín, tiene una famosa frase que dice que Dios está más cerca de mí que yo a mí mismo (cf. Confesiones, III, 6, 11). A partir de aquí se formula la invitación: «No vayas fuera de ti mismo, vuelve a entrar en ti mismo: en el hombre interior habita la verdad» (True Religion, 39, 72). Este es otro aspecto que corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y dispersivo en el que vivimos: la capacidad de pararnos y de mirar en lo profundo de nosotros mismos y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y nos lleva hacia Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de la conciencia, con su aspiración al infinito y a la felicidad, el hombre se pregunta sobre la existencia de Dios «(n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce hacia el conocimiento y al encuentro con Dios es la vida de fe. El que cree está unido a Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así su existencia se convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene miedo de mostrarse en la vida cotidiana: está abierta al diálogo, que expresa profunda amistad para el viaje de cada hombre, y sabe cómo abrir las luces de esperanza a la necesidad de redención, de felicidad, de futuro. La fe, de hecho, es encuentro con Dios que habla y actúa en la historia y que convierte nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor, decisiones y acciones. No es ilusión, fuga de la realidad, cómodo refugio, sentimentalismo, sino que es participación de toda la vida y es anuncio del Evangelio, la Buena Nueva capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una comunidad que sean laboriosos y fieles al designio de Dios que nos ha amado desde el principio, son una vía privilegiada para los que viven en la indiferencia o en la duda acerca de su existencia y de su acción. Esto, sin embargo, pide a todos a hacer cada vez más transparente el propio testimonio de fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy en día muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican con un mero sistema de creencias y valores, y no tanto con la verdad de Dios revelada en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre cara a cara, en una relación de amor con él. De hecho, fundamento de toda doctrina o valor es el encuentro del hombre con Dios en Cristo Jesús. El cristianismo, antes que una moral o una ética, es el acontecimiento del amor, es el acoger la persona de Jesús. Por esta razón, el cristiano y las comunidades cristianas y cristianos, antes que nada, deben mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero camino que conduce a Dios.
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